Para el enamorado, el cuerpo de su amada tiene la perfección inquebrantable de lo hermoso.
¿Se ha agotado el piropo? ¿Se ha perdido el requiebro? ¿Han muerto en los labios del hombre el galanteo hacia la mujer, el mimo al amor, el cortejo y la ternura?
Todo esto hace el amado en un dulce monólogo que abarca íntegro el capítulo 4 y el primer versículo del 5.
Tres partes muy definidas tiene este soliloquio. En la primera, versículos 1 al 8, el enamorado realza los encantos físicos de su amada. La segunda parte destaca las cualidades morales que adornan su ser, versículos 9 al 15. Y en los dos versículos restantes incita a la amada a que acuda presurosa a los arrullos del amor.
Lenguaje pastoril
Usa un lenguaje pastoril, mezclado con briznas de hierba. Emplea metáforas bellísimas, vibrantes de cadencia y de melodía. Para el enamorado, el cuerpo de su amada tiene la perfección inquebrantable de lo hermoso.
Repite: «Eres hermosa, amiga mía; he aquí que tú eres hermosa» (4:1).
Los ojos de su amada son como de paloma.
Sus cabellos, «como manada de cabras que se recuestan en las laderas de Galaad»(4:1).
Sus dientes, «como manadas de ovejas trasquiladas, que suben del lavadero» (4:2).
Sus labios, «como hilo de grana»(4:3).
Sus mejillas, «como cachos de granada detrás de su velo» (4:3).
Su cuello, «como la torre de David, edificada para armería»(4:4).
Sus dos pechos, «como gemelos de gacela, que se apacientan entre lirios» (4:5).
El requiebro terminará comparando a la amada con la belleza misma. Ella es la suma de la perfección. Anhelante y rendido, exclama: «Toda tú eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha» (4:7).
Imágenes de amor
El enamorado, aunque pastor rústico, ha aprendido en la escuela del amor. Conoce los secretos del corazón. Sabe cantar alabanzas. Como artífice del alma, hace imágenes nuevas para enaltecer los adornos morales de la mujer que ama. Comprende que en el amor no basta el atractivo del cuerpo, ni son suficientes las formas o las apariencias. Todo eso lo arrebata, en parte, el tiempo y, en definitiva, la muerte.
El cuerpo de la amada es hermoso, pero son más hermosos sus amores (4:10).
Con uno solo de sus ojos ha apresado el corazón del hombre (4:9).
Los labios de la mujer «destilan panal de miel» (4:11).
Debajo de su lengua hay «leche y miel» (4:11).
El vergel de la amada es como «paraíso de granados, con frutos suaves» (4:13), con abundancia de árboles frutales y balsámicos, con pozos de aguas claras y vivas «que corren del Líbano» (4:14, 15).
Respuesta de la enamorada
Jadeante de amor, la enamorada responde a las caricias verbales del hombre. Y quiere que éste goce los frutos del jardín a su antojo, hasta el cansancio: «Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta» (4:16). A la invitación de ella, él acude corriendo. Están enlazadas las flores. Está lista la guirnalda. El enamorado recoge la mirra y los aromas. Come el panal y la miel. Bebe el vino y la leche. Y las abejas de la mañana zumban perezosas en torno a los dos (5:1).
SEGUNDO MONÓLOGO DE LA ENAMORADA
El amor –dice D. Buzy– no agota jamás la materia. «Posee el arte de decir las mismas cosas sin repetirse.» El segundo monólogo de la enamorada, que comprende desde el versículo 2 del capítulo 5 hasta el versículo 3 del 6, es parecido a su primer monólogo, ya comentado en los capítulos 2 y 3.
Espejismos de amor
Aquí tenemos nuevos espejismos de amor. Otro discurrir de la razón entre el aturdimiento del sueño. La enamorada dormía, pero su corazón velaba (5:2). El amor no duerme jamás. Amodorrada en su cama de virgen solitaria, espera con las luces apagadas. De pronto, el milagro. Llaman a la puerta. Golpes suaves, pero insistentes: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía…» (5:2). La voz es inconfundible. Única. La reconoce al instante: «Es la voz de mi amado que llama» (5:2). Él insiste. Ella, mujer al fin y al cabo, titubea, coquetea: «Me he desnudado de mi ropa; ¿cómo me he de vestir? He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?»(5:3). El enamorado no se rinde. El amor es obstinado o no es amor. Intenta lo imposible: «Mi amado metió su mano por la ventanilla, y mi corazón se conmovió dentro de mí» (5:4). Las pruebas de amor acaban así, conmoviendo. Convenciendo. Aunque a veces, desgraciadamente, tarde. Como en este caso: «Abrí yo a mi amado; pero mi amado se había ido, había ya pasado; y tras su hablar salió mi alma, lo busqué, y no lo hallé; lo llamé y no me respondió» (5:6).
¿Por qué no le abrió la puerta a tiempo? ¿Por qué no le arropó en su lecho cuando acudió a ella con los cabellos húmedos por las gotas del rocío? ¿Por qué no le buscó antes? ¿Por qué no le llamó cuando inició el primer movimiento de separación? ¡Ay, las mujeres! Nos inspiran el deseo de amar y luego nos impiden realizarlo.
Descripción del amado
Tras la escapada e infructuosa búsqueda del enamorado, se dirige desfallecida a las amigas para que le ayuden a encontrarlo. Como ellas ignoran sus características físicas, la enamorada lo describe desde la cabeza a los pies. Dice de él parecidas cosas a las que él dijo antes de ella, pero idealizándolas más, superando en algunas partes la imagen y la poesía.
Su amado es «blanco y rubio» (5:10).
Se le puede distinguir entre «diez mil» (5:10).
Su cabeza, «como oro finísimo» (5:11).
Sus cabellos, «crespos, negros como el cuervo» (5:11).
Sus ojos, «como palomas junto a los arroyos de las aguas» (5:12).
Sus mejillas, «como una era de especias aromáticas» (5:13).
Sus labios, «como lirios que destilan mirra fragante» (5:13).
Sus manos, «como anillos de oro engarzados de jacinto» (5:14).
Sus piernas, «como columnas de mármol fundadas sobre basas de oro fino» (5:15).
Su aspecto, «como el Líbano, escogido como los cedros» (5:15).
La enamorada, que ya ha bebido besos de amor, termina de describir la belleza del más hermoso de todos los hombres, de su hombre, añadiendo: «Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable. Tal es mi amado» (5:16).
Pasiones y deseos
Las grandes pasiones despiertan grandes deseos. Semejante descripción del amado acaba arrebatando el corazón de las amigas, que preguntan anhelantes: «¿A dónde se ha ido tu amado… y lo buscaremos contigo?» Ella, que no sale del arrebatamiento, que sigue presa del éxtasis amoroso, musita soñadora: «Yo soy de mi amado y mi amado es mío. Él apacienta entre los lirios» (6:3). Por eso lo llaman amor.
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