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Cautivos del mal con William Golding

El señor de las moscas es Beelzebú, un nombre del diablo en la Biblia.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 21 DE NOVIEMBRE DE 2011 23:00 h

Cien años después del nacimiento del autor de El señor de las moscas, William Golding (1911-1993), sus obras todavía nos enfrentan a la oscuridad del corazón humano. Al Premio Nobel de Literatura de 1983, le rechazaron su libro veintiún editoriales, hasta que un valiente editor publicó su novela en 1954, que arremete contra el mito contemporáneo de la bondad innata del hombre.

El escritor de Cornualles escribe esta historia al volver de la segunda guerra mundial, donde participó en el desembarco de Normandía y la persecución, que llevó a la destrucción del acorazado Bismarck. Regresó entonces a su trabajo como maestro de escuela, cuando comenzó a escribir las notas del libro que llamó Extraños desde el interior. En él refleja sus experiencias en la guerra, pero también en el patio del colegio, por las que descubre que “el hombre produce mal, como la abeja miel”.

La historia nos coloca ante la famosa pregunta de qué haríamos si estuviéramos perdidos en una isla. Piensa para ello en un lugar idílico como las islas de coral, y unos personajes tan inocentes como un grupo de niños. El resultado no puede ser más devastador. Si nuestro mundo confía con el ilustrado Rousseau que el hombre nace naturalmente bueno, pero es la sociedad quien lo corrompe, la alegoría de Golding nos demuestra lo contrario. Es por eso que nadie quiso publicar su libro al principio. Les pareció terrible, aunque es tan real como la vida misma.

PEQUEÑOS SALVAJES
Cuando leí El señor de las moscas en el colegio, me pareció que estaba contando mi vida entonces. Recuerdo la escuela como un lugar de enfrentamiento brutal entre chicos. Unos pugnan por dirigir la pandilla –Ralph y Jack en la novela–, pero la mayor parte hace cualquier cosa para ser aceptado por los demás. Como el personaje de Golding, Piggy (Cerdito), yo me sentía más inclinado a la actividad intelectual que al ejercicio físico, y aunque no tenía problema de sobrepeso, a los doce años también llevaba gafas. Como él, me debatía entre la protección del líder y el camino solitario de Simon –una figura casi crística–.

Si alguien piensa que el niño es puro e inocente, es que se ha olvidado de sus días de escuela. ¡Quién no se acuerda de la brutalidad de los chicos en un patio de colegio!, ¡o la presión por conformarse al grupo! Mi padre solía decir que las peores cosas las había aprendido en un centro religioso. ¿Está el problema, entonces, en la educación?, ¿o es el sistema el que corrompe al individuo?

Golding escoge por eso un entorno paradisiaco –como es la isla del Pacifico, donde se estrella el avión de los niños–, para mostrar nuestra relación con el mal. Si en el clásico de Ballantyne – La isla de coral (1857) –, tres jóvenes marineros salvan a una mujer de la barbarie de un nativo que estrella a su bebé, para ayudar luego a unos misioneros a que se conviertan los indígenas, Golding imagina a los chicos convertidos en salvajes, parodiando la novela colonial hasta en los nombres deJack y Ralph.

EL SEÑOR DE LAS MOSCASEN EL CINE
Peter Brook lleva El señor de las moscas al cine –en una versión que ha publicado ahora la Fnac de 1963– como un documental. La evidencia se la proporcionan en este caso un grupo de niños sin formación dramática, a los que pide que actúen sin inhibición alguna, soltándolos en una isla, al lado de Puerto Rico. Brook creía que no tardarían un fin de semana en comportarse como los niños del colegio de Salisbury, donde enseñaba Golding cuando escribió la obra: o sea, como auténticos salvajes.

La película que más fácilmente se puede encontrar en DVD, y se ha visto con frecuencia en televisión, es de 1990 –la dirigió Harry Hook–. Al ser en color, es mucho más atractiva. Su problema es que nunca creemos que los niños hayan sido inocentes. Como es norteamericana, los niños pasan de ser escolares británicos a convertirse en cadetes de una academia militar estadounidense. Se sugiere incluso un pasado criminal en algunos de ellos, como cuando se dice que Jack ha robado un coche, siendo detenido por exceso de velocidad. Los niños piensan en los programas de televisión que se están perdiendo. Cambian así el apodo de Piggy por el nombre de la cerdita de los Teleñecos, y convierten a Ralph en Rambo.

La violencia en la novela nace de las profundidades del hombre. Por eso cuando son encontrados por un barco, pintados como salvajes, los adultos piensan que los niños han estado jugando, pero “Ralph llora por las tinieblas de su corazón”. El paraíso de Golding no es de naturaleza darwiniana, sino teológica. Nos lleva a Milton y su trasfondo cristiano. El señor de las moscas es Beelzebú, un nombre del diablo en la Biblia. ¿Se nos está planteando aquí la Caída del hombre, como el relato bíblico de la expulsión del Edén? ¿En qué creía Golding?

MÁS ALLÁ DEL PESIMISMO
Hijo de un maestro socialista de extraordinaria fe en la ciencia, Golding estudió ciencias naturales en Oxford, para complacer a su padre –que era profesor de ciencias–, hasta que decidió hacer literatura inglesa. De hecho, su siguiente novela, Los herederos, nos muestra la maldad de la naturaleza humana en una familia de neandertales, que se enfrenta al homo sapiens para ganar la carrera de la evolución. La historia está narrada por la voz prehistórica de Lok, que cuenta la desaparición de los neandertales ante los sofisticados cromañones. El altruismo de los primeros es aplastado por la violencia destructiva de los vencedores, desde cuya perspectiva se concluye el relato.

Estaba estudiando en el extranjero, cuando leí su tercera novela, Martín el naúfrago (1959). Basada en los acontecimientos reales ocurridos a un oficial de Marina, cuando su barco es torpedeado, el libro es una auténtica parábola de la necesidad de limpieza del hombre. Su lectura inspiró al cantante Bono de U2, la canción White As Snow (Blanco como la nieve) en su disco del año 2009, No Line on the Horizon–.

Conocí Caída libre en la edición argentina de Losada. Su lectura provoca tal perplejidad en la crítica española de 1968, que Domingo Pérez Minik escribe: Cuando terminamos la obra ignoramos si William Golding es un católico, como muchas veces se ha escrito. Su catolicismo no tiene nada que ver con el de Newman, Chesterton o Graham Greene. Habrá que meterlo en el Purgatorio para que nos diga la verdad, si es capaz de resistirlo. Sería muy discutible aplicar el nombre de literatura negra a esta obra. Hay un viento de esperanza que lo inunda. O se trata de un cristiano o de un marxista renegado.”

IRRECONOCIBLES
A pesar de su reputación de pesimista, Golding cree que “el bien vencerá finalmente al mal”–como dice en un libro de entrevistas de 1962–. La cuestión es: ¿cómo será esto posible? Uno de los primeros libros que leí de él también es Ritos de paso. Lo compré cuando Alianza lo publicó –como El señor de las moscas– en 1980. Es una novela de mar, que inicia una trilogía –que ahora ha llevado a la televisión la BBC–, que muestra la vida en una nave al final de las guerras napoleónicas.

Aunque yo no sé nadar y me mareo en los barcos, siempre me han atraído estas historias de personajes en un espacio cerrado en medio del océano. Porque muestran un universo moral, como las obras de Melville (Moby Dick, Benito Cereno) o Conrad (El corazón de las tinieblas, La línea de sombra, Lord Jim), que revela la complejidad del corazón del hombre. Una secuencia de acontecimientos, aparentemente irrelevantes, nos llevan al momento crítico en que nos vemos obligados a repasar nuestra vida, para intentar entender cómo hemos llegado hasta aquí.

Como en Caída libre o La pirámide (1967), es como si nos deslizáramos por una pendiente imperceptible, que nos convierte en seres irreconocibles para nosotros mismos. Al final de la primera obra que publicó tras el Premio Nobel – Los hombres de papel (1984) –, Golding observa que “no comprendemos muchas de las cosas que hacemos, ¿verdad?”. En La oscuridad visible (1979) dice: “No somos inocentes. Somos algo peor que culpables. Somos ridículos.”

CULPABLES, ¿DE QUÉ?
Cuando uno ve el proceso doloroso de auto-comprensión que siguen los personajes de Golding, al contemplar como en un espejo su deformidad moral, uno no puede menos que pensar en las palabras del apóstol Pablo en Romanos 7, cuando dice: “no entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero sino lo que aborrezco”(v. 15). Descubre así el religioso judío que en él “nada bueno habita”. Ya que “aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo” (v. 18).

Es más “de hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Ro. 7:19). Puesto que “el pecado habita en mí” (v. 20). El diagnóstico bíblico no es fácil de aceptar, ya que nadie quiere asumir su culpa. Para escapar de ello, se busca como en las novelas de Golding, un chivo expiatorio para nuestra maldad. Nos consolamos con la idea de que “todo el mundo es bueno, excepto tal vez Hitler, Stalin o Gengis Kan”.

En El señor de las moscas, el mal viene de ese monstruo –que se denomina con uno de los nombres bíblicos del diablo–, pero el enigmático personaje de Simon carga el peso de la culpa, como el pastor que muere de vergüenza en Ritos de paso. En esas figuras crísticas encontramos ecos del Evangelio que nos anuncia que por la muerte de Otro, podemos reconocer nuestra miseria y dar “gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Ro. 7:24), que ha llevado nuestra culpa.Por lo que “no hay condenación para los que están unidos a Cristo Jesús” (8:1).
 

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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Marcos Zapata
28/11/2011
21:01 h
1
 
Gracias por el excelente artículo, enriquecedor.
 



 
 
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