Después de Chambord viajamos hacia el centro de Francia. Argentón, pequeña y encantadora ciudad de origen medieval a orilla del río Creuse, con parques de flores que rivalizan con los de Alencón, unos 30 kilómetros más allá. De aquí continuamos la ruta y hacemos parada en Padirac, en la meseta calcárea de Gramat, considerada como uno de los parajes turísticos de Francia.
José Luis y yo entramos en una nueva aventura: la Sima de Padirac. Estas simas constituyen hendiduras naturales y profundas que se forman bien por disolución o por hundimiento de la bóveda de las cavidades caúsicas.
La Sima de Padirac está considerada como una de las más importantes de Europa. Sus dimensiones son descomunales. 103 metros de profundidad a partir del río, la altura de la bóveda en la sala del Gran Domo alcanza 94 metros. Embarcaciones manejadas hábilmente por las curvas y rincones del río, con capacidad para 11 personas, más el guía, conducen al visitante en un viaje de agua que dura hora y media. Esta experiencia me recordó la vivida en las cataratas Pagsanjan, en Filipinas, donde expertos remeros conducen a las personas que se atreven al desafío en pequeñas embarcaciones a través de la jungla hasta llegar a las cataratas. Este viaje dura dos horas. Uno desciende de la barca con la ropa empapada. Pero la aventura merece la pena.
La Sima de Padirac tiene su historia: Durante la guerra de los Cien Años el pueblo de Padirac fue arrasado por los ingleses. Se cree que una parte de la población se refugió en la Sima. Sigue la historia- o en este caso la leyenda- que ingleses derrotados escondieron un tesoro en la piel de un ternero en el fondo de la sima. Eduardo Martel, espeleólogo francés, uno de los precursores de las exploraciones subterráneas, también considerado como el fundador de la espeleología, hacia 1887 compró el pozo de Padirac. En el contrato de venta figuraba una cláusula que obligaba a Martel a entregar la mitad del tesoro a los antiguos propietarios, en el caso de ser encontrado. Esto nunca ocurrió. Los ingleses no van escondiendo tesoros así como así. De la India se llevaron a Londres muchos tesoros ya existentes, no escondidos.
Entre 1865 y 1870 se organizó una expedición para bajar al fondo de la sima. Los resultados no fueron los esperados. Fue hacia 1889 cuando el ya mencionado Eduardo Martel se involucró en las exploraciones. El famoso espeleólogo descubrió en la base del pozo 75 metros de profundidad, una apertura por la cual tras un descenso de 28 metros alcanzó el río y las galerías subterráneas. Ya en pleno siglo XX, 1938-1969, se organizaron nuevas expediciones y se exploraron más de 40 metros de galerías.Reseñando este portento de la naturaleza, Eduardo Martel escribe: “Como en las cuevas más famosas, estamos deslumbrados ante tal maravilla, el revestimiento brillante de las estalactitas cubre las paredes; aquí se admiran el relieve o las hileras de los ornamentos más elegantes, extraños bajorrelieves de carbonato cálcico reluciente, esculpidos por la naturaleza: ramos de flores, pilas de agua bendita, hojas de acanto, estatuas, doseles, consolas y pináculos de cristal blanco y rosa destellan en las bóvedas”.
En la gran sala del Domo abordamos una pequeña barquita -11 personas- e iniciamos el recorrido del río subterráneo. Esta sala, se cuenta, “es una de las más altas y más bellas cavernas que se conocen en el mundo”. En el río estamos a 1.100 metros de profundidad a partir de la entrada. El río principal de Padirac tiene unos 16 kilómetros de largo. Sólo 9 de ellos están disponibles para el visitante que lo navega.
Dice Salomón que todos los ríos van a la mar y la mar no termina de llenarse. Los ríos son caminos que marchan por sí solos. La tierna poetisa (no poeta) Dulce María Loynar, nacida en Cuba y residente en España largos años, evoca y suspira:
Quien pudiera, como el río,
ser fugitivo y eterno:
partir, llegar, pasar siempre
y ser siempre el río fresco.
Navegar por aquellas aguas bajo la montaña, el silencio sólo interrumpido por el caer de suaves gorgoteos, es un relajamiento para el cuerpo, un flujo celestial para el espíritu, un espectáculo fascinador para la vista.
Terminado el paseo por el río había que subir a la superficie. Dos opciones: patear 455 peldaños bien señalizados o tomar un ascensor. José Luis, andarín y deportista, optó por los escalones. Yo, menos aventurero y de más peso, me incliné por el ascensor. El llegó tan fresco a la cumbre de la sima. ¡Qué envidia!
Abandonamos Padirac camino de Limoges, capital mundial de la porcelana. El guía nos lleva a una pequeña fábrica donde muestran cómo la trabajan. Una sala está dedicada a la venta de todo tipo de figuras de porcelana. Normal. Como en todos los centros turísticos. Al turista que desembarca en Palma de Mallorca lo conducen a un lugar donde trabajan las perlas majoricas. Los conductores de autobuses siempre tienen comisiones por las ventas. Recuerdo un viaje a Japón. El día después de la llegada, visita a la ciudad. Nos guiaba una joven japonesa guapa, simpática, conversadora. Al final de la jornada decidió enseñarnos una pequeña factoría donde trabajaban el oro. Recuerdo que todos, o casi todos los del grupo, eufóricos, compraron piezas talladas en oro. Días después escuché algunos lamentos. Se quejaban de que la guía los había engañado. No. No hubo engaños. Ellos eran personas con poca experiencia en la rica aventura de viajar.
Otro cuadro, que no me resisto a silenciar. Llegamos a Moscú; el guía, hombre honrado, advirtió al grupo que no cambiaran las pesetas de entonces que llevaban en ningún lugar excepto en los Bancos autorizados. Aquella noche coincidí en la mesa del comedor con un joven matrimonio catalán. Los dos estaban felices, eufóricos. Me dijeron que habían cambiado casi todas las pesetas que llevaban en el mercado negro. Le habían dado tres veces más que en el Banco. Inmediatamente intuí el engaño. Llamé al maitre del comedor, pedí al catalán que le enseñara los rublos: eran falsos. Perdieron sus pesetas. Se levantaron y se fueron sin terminar de comer. Al día siguiente los vi discutiendo aún. Ella lo culpaba a él. Si pidieron dinero a España, no lo supe. Ni me importó. Pensé que aquella pareja acabaría en divorcio. Ya lo advierte el refrán: “La avaricia rompe el saco”.
Dormimos en Limoges y al día siguiente emprendemos rumbo a Burdeos.Pasamos por pueblos llenos de encanto, de esos de los que dijo Becquer que han sido y serán siempre los poetas de las edades y de las naciones. Pueblos en forma de estrella, Chalus, Brantome, casas alineadas, casas separadas, tierras cultivadas, gentes en calles, terrazas y bares. Una parada en Perigueux. Esta ciudad sufrió grandes desastres durante la guerra de los Cien Años y luego por la ocupación protestante de 1575 a 1581, en el curso de las guerras de religión. Nosotros no estuvimos allí, nada tuvimos que ver con aquello, así que entramos a un bar y tomamos un par de cervecitas acompañadas con queso de la tierra.
Atravesamos Libourne y llegamos a Burdeos, a orillas del río Garona.Burdeos, con unos 300.000 habitantes, es la capital del vino. El vino de Burdeos es famoso en todos los países donde se bebe el delicioso caldo inventado, dice la Biblia, por Noe el borracho.
Nos hospedamos en el Novotel Centro. Atardecía. Preguntamos por un lugar típico para cenar y nos enviaron a una zona, en la parte vieja, con calles atestadas de gente joven, comiendo y bebiendo en las terrazas, bares de tapas que a mí me recordaron la zona madrileña de Malasaña y los tugurios en torno a las cuevas de Luis Candelas. Nos gustó. Nos integramos en el ambiente y comimos de esto y de aquello, con algunas copitas, pocas, del vino de la tierra.
No habían dado las diez de la noche en los relojes públicos cuando ya estábamos en nuestras respectivas habitaciones del Novotel. José Luis se entretuvo –según me dijo- en la televisión. Mi entretenimiento fueron dos horas leyendo el segundo tomo del Diccionario Filosófico de Voltaire.
Mañana nos esperan casi 600 kilómetros de carretera hasta París.
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