Dejamos Amboise y el autobús recorre pocos kilómetros hasta Chenonceaux, villa pequeña en el departamento central de Francia, en la margen derecha del río Cher. Durante la segunda guerra mundial sus escasos habitantes sufrieron fuertes bombardeos de la aviación alemana.
Si alguna fama tiene Chenonceaux le viene del castillo que alberga. Fue construido en 1515 por Thomas Bohier, entonces ministro de finanzas de Normandía. Su arquitectura está entre el gótico y el renacimiento. En viajes turísticos organizados por países católicos uno se cansa de ver catedrales y otros templos mayores, como cansan también las pagodas que abruman al visitante en regiones de Asia. Pero los castillos del Loira no cansan. Todos son distintos. Cada uno tiene una historia particular. Además, si los claustros aburen, uno puede salir a los grandes jardines, disfrutar de la naturaleza, las flores y las plantas, tomar el aire, respirar, cosa imposible entre las lúgubres paredes de una catedral, una pagoda, una mezquita o una sinagoga.
El jardín Diana de Poitiers tiene ocho grandes triángulos de césped, decorados con toda clase de flores. Las terrazas alzadas, que protegen el jardín de las crecidas del río, están adornadas con maceteros y arbustos de especies varias.
El jardín Catalina de Médicis, más íntimo, es la imagen misma del refinamiento. Está diseñado en cinco paneles con césped alrededor de un estanque redondo. Rosales arbustivos y cordones de lavanda dibujan un armonioso trazado.
La granja es un soberbio conjunto del siglo XVI. El edificio central acoge el taller floral en el que todo el año trabajan dos floreros.
Está también el vergel de las flores, que ocupa más de una hectárea. Una decena de jardineros cultivan aquí las flores necesarias para la decoración floral del castillo, con más de 400 rosales.
Al castillo de Chenonceaux le llaman castillo de las señoras. Aquí vivió Diana de Poitiers, favorita del rey Enrique II, mujer bella e inteligente. Dijo el gran escritor humorista Noel Clarasó que la mujer prefiere la belleza a la inteligencia, porque sabe que los ciegos son muchos menos que los estúpidos.
En este castillo vivió Catalina de Médicis, viuda de Enrique III. La italiana embelleció aún más los jardines y continuó mejorando la arquitectura.
En este castillo vivió Luisa de Lorena cuando murió su marido el rey Enrique III. Luisa se retiró a Chenonceaux de riguroso luto blanco, como imponía la etiqueta de la corte. Vivió medio encerrada en el castillo, entregada a obras de caridad, rezos y lecturas.
En este castillo vivió Louise Dupin, aristócrata, intelectual, célebre representante del Siglo de las Luces. Dupin amenizaba tertulias literarias a las que invitaba a escritores, filósofos, poetas. Desplegando toda su inteligencia supo salvar el castillo del vendaval político que desencadenó la Revolución Francesa.
En este castillo vivió Marguerite Pelouze, nacida de familia burguesa. Convirtió parte del castillo en teatro de sus fastuosos gustos. Un oscuro asunto político la arruinó. El castillo fue vendido y revendido hasta principios del siglo XX.
En fin, en este castillo vivió Simone Menier, fallecida en 1972. Durante la primera guerra mundial, 1914-1918, el castillo fue bombardeado. Simone Menier, convertida en enfermera jefe, administró el hospital instalado en sus galerías. Hasta 1918 fueron atendidos 2000 heridos. En la segunda guerra mundial, 1939-1945, Simone Menier jugó un importante papel en la resistencia de los franceses frente a los alemanes.
Los aposentos que ocuparon estas seis mujeres son mostrados hoy a los visitantes.
En la puerta de roble que da acceso al castillo hay una cita en francés de quien inició la construcción del mismo que, traducida al español, dice: “Si consigo construir Chenonceaux se acordarán de mi”.
Nos acordamos, desde luego. Imposible olvidar semejante maravilla del genio humano.
Salimos de Chenonceaux y nos dirigimos a Chambord, en la margen izquierda del río Casson, al este de Blois. Parque nacional y reserva de caza. Su famoso castillo, con 440 habitaciones, es el más grande de los que existen en la región del Loira.
Libros que explican la Historia de Francia llaman al castillo de Chambord Palacio Real. Y es un palacio. Pensado inicialmente como albergue de caza, el rey Francisco I, apasionado de la caza, emprendió la construcción del palacio en el siglo XVI. La arquitectura del palacio lo hizo en todo punto desmesurado: 156 metros de longitud, 56 metros de altura, 77 escaleras, 282 chimeneas, 440 habitaciones. El material utilizado en su construcción fue extraído principalmente del Valle del Loira. Francisco I sólo pasó 72 días en Chambord, no obstante haber reinado 32 años. A su muerte no vio la colosal obra terminada. Su hijo Enrique II y Luis XIV, ambos también aficionados a la caza, dieron a Chambord el aspecto que hoy tiene.
Reyes, ministros, condes, duques, aristócratas sin títulos, poetas, filósofos y escritores famosos habitaron el castillo. La corte de Luis XIV se desplazó allí regularmente entre 1668 y 1685. Su sucesor, Luis XV fue otro asiduo del lugar. Durante 8 años hospedó allí a su suegro, rey destronado de Polonia. El palacio fue ofrecido por Napoleón al mariscal Berther y vendido por la viuda de éste. Fue adquirido por suscripción popular y ofrecido al conde de Chambord. Desde 1930 pertenece al Estado francés, adquirido a los herederos del Conde de Chambord.
El conjunto, único en Europa, está inscrito en la lista del patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco. En la sala audiovisual se proyecta una película de 15 minutos que muestra la historia de la construcción del castillo. El documento audiovisual tiene textos en francés, inglés e italiano. ¿Por qué no en español, si este idioma lo hablan quinientos millones de personas? Yo me aferré al texto francés, mi segundo idioma, pero mi amigo José Luis, quien no pasa de la lengua mejicana, se quedó de plano.
El parque es algo excepcional. Lo compone un recinto cerrado de 32 kilómetros de longitud, con una superficie equivalente a París, 5.440 hectáreas. Está considerado el mayor parque forestal de Europa. A lo largo de senderos marcados existe un paseo abierto al público de 800 hectáreas. Tan descomunal bosque fue mandado a construir por reyes franceses sólo para satisfacer sus apetencias de matar animales.
La ambición de los reyes jamás ha conocido límites. Cuando el pueblo vivía pobremente y sin derechos reconocidos, cuando algunas voces de protesta se alzaban tímidamente, Luis XIV pronunció aquella orgullosa y prepotente frase: “el Estado soy yo”.
Doy la razón y mi apoyo al historiador belga François Laurent cuando en el cuarto tomo de su monumental HISTORIA DE LA HUMANIDAD describe la insolencia y crueldades de los reyes, los derechos de caza, la nobleza hereditaria que engorda con las sinecuras. Con la Revolución Francesa –añade- “nació una nueva vida filosófica y política y los sacudimientos que trajo se comunicaron con increíble rapidez de la cabaña al palacio”.
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