Si es verdad que al que madruga Dios ayuda, yo le pido a Diosito que me ayude, por favor, a partir de las diez de la mañana. Soy ave nocturna. Escribo mejor entre ocho y doce de la noche. Estando en mi casa de Madrid, nunca cierro los ojos antes de las dos de la madrugada. Cuando he de mañanear siento pesadez en todo el cuerpo, hasta en las uñas de los pies.
En el viaje que estoy describiendo por tierras de Francia los madrugones eran diarios. Y, como Jeremías, yo maldecía el día que el guía nació. El hombre no había leído el libro de Pedro Felipe Monlán LAS MIL Y UNA BARBARIDADES, donde por vez primera se escribió el refrán castizo: “por mucho madrugar no amanece más temprano”. El mismo autor anota que el que madruga trabaja día y medio, en cambio, el que tarde se levanta todo el día trota. En una película española de 1932, Ernesto Vilches trastocaba el viejo refrán diciendo: “no por mucho tempranear amanece más madrugue”.
Pues temprano salimos de París camino de Normandía. Esta región jugó un importante papel en la liberación de Francia durante la segunda guerra mundial. Aquí se rompió el frente alemán. Desde aquí comenzó el avance inmediato hacia el centro y norte de Francia.
Más sobre este importante acontecimiento lo reservo para el próximo capítulo.
Desde el autobús se divisan praderas extensas, rica agricultura combinada con ganadería. El litoral normando es precioso. Dice la historia –o la leyenda- que en el pueblecito de Lisieux vivió Santa Teresa, llamada del Niño Jesús.
Otro pueblecito anclado en el Valle del Sena,
Giverny, que ni en los mapas he logrado identificar, tiene fama porque allí vivió y murió uno de los grandes pintores de Francia, Paul Monet, nacido en París en 1840. Murió en 1926.
Monet fue un niño prodigio. A los quince años dibujaba caricaturas que exponía en una librería en El Havre. Otro pintor, Eugéne Boudin, precursor directo de los impresionistas, instalado temporalmente en El Havre, vio las muestras de talento del joven Monet y le indujo a dedicarse a la pintura de paisajes.
En aquellos años Francia ocupaba Argelia, país norteafricano que había invadido en 1830. Monet fue enviado allí como soldado, permaneciendo dos años en el llamado servicio militar.
A su regreso a París
se relacionó con los más importantes pintores jóvenes de la época: Renoir, Sisley, Brazille y otros. En 1864 se instala en tierra normanda. Pinta sin cesar: “La merienda campestre”, “La terraza en El Havre”, “El vestido verde”, “Mujeres en el jardín”, “La merienda en un interior”.
Durante la guerra de 1870 se traslada a Gran Bretaña. Regresa a París y vuelve a dedicarse al paisaje, pintando una y otra vez las márgenes del Sena en Argenteuil. Utiliza una barca que convierte en taller de pintor. Su obra, considerada como revolucionaria, llega a interesar a críticos y amantes del arte. Como consecuencia, su situación económica mejora considerablemente.
A partir de 1890 inicia sus famosas series. Un mismo motivo observado a diferentes horas del día. Cuarenta veces pinta la fachada de la catedral de Rouen. Pinta series londinenses y venecianas que le dan fama universal.
En los últimos años de su vida, casi ciego, se refugia en Giverny, pintando con frecuencia los nenúfares de su jardín. La serie sobre nenúfares la donó al estado francés en 1923. Tres años más tarde muere contemplando las delicadas flores de su bien cuidado jardín.
El gran regocijo del día lo constituye la visita a la casa y jardines del pintor, enclavados en una calle que lleva su propio nombre. Rue Claude Monet número 84. Cómo llegó a este rincón de Francia, él mismo lo cuenta: “Me lancé a la carretera hasta encontrar el lugar y la casa que me convenían”.
Primero se instala en un albergue de Giverny, más tarde compra la casa, posteriormente, un terreno donde diseña y levanta los inmensos jardines que cada día de nueve y media de la mañana a seis de la tarde, reciben la visita de decenas de turistas. Perderse entre aquellos jardines es una delicia. Plantas y deleitosas flores por doquier. Árboles y arbustos de sombra, fuentes, estatuas, arroyos. Aquí los pensamientos se refrescan. Aquí el ser humano se reconcilia con la naturaleza. El susurro del agua, el follaje, el aroma de las flores, todo dispuesto para el amor. “El jardín de Monet cuenta entre sus mejores obras, constituye una adaptación de la naturaleza a los trabajos del pintor de la luz”, escribió su amigo Georges Clemenceau, célebre político francés, quien añadió: “no es preciso saber cómo hizo su jardín. Ciertamente lo hizo tal como sus ojos lo iban concibiendo día a día para la satisfacción de sus apetitos por los colores”.
Antes de abandonar aquél paraíso, donde destacan los nenúfares que sirvieron de inspiración al maestro, entro en la tienda donde venden recuerdos del lugar y compro dos paraguas con motivos floridos. Regalo uno a mi amigo y conservo otro. Cuando José Luis hizo las maletas en viaje a Méjico, el paraguas no cabía en ninguna de ellas, de forma que conservo los dos en mi casa de San Fernando de Henares. En mi próximo viaje a Méjico le llevaré lo que es de él.
Dejamos Giverny camino de Rouen, Ruán en francés. Rouen tiene una gran actividad portuaria. Por vía marítima está unida al noroeste de Europa, a América y al norte de África
. En la plaza del mercado viejo se conserva la pira donde fue quemada Juana de Arco el miércoles 30 de mayo de 1431.
Sólo una hora para comer. Elegimos un restaurante cerca del puerto. Mi amigo opta por lo clásico en Francia, filete de ternera a la plancha con patatas fritas. Yo me limito a un plato de lo que en el país llaman “moule frit”, pequeños mejillones al vapor con una salsa de aceite, vinagre, cebolla y patatas fritas.
Terminada la comida continuamos carretera adelante por tierras de Normandia.
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