Absalón era un redomado ladrón de reputación. Cuenta la historia bíblica que, envidioso por el prestigio que tenía en Israel el rey David, su padre, hacía cuanto podía por indisponer al pueblo contra él. El muy granuja se levantaba temprano, sabiendo que el rey estaba en sus obligaciones oficiales, salía a los caminos y cuando topaba con alguien que iba a palacio en busca de justicia, lo paraba, le hablaba mal del rey y le pedía que contara a él su caso. De esta forma, según dice la Biblia, “robaba Absalón el corazón de los de Israel” ( 2º de Samuel 15).
Una cosa de tanto valor humano como es la reputación y el buen nombre del prójimo, ¡y la cantidad de ladrones que hay en el mundo dispuestos a mancillarlos!
En “Otelo”, de Shakespeare, Cassio habla de la reputación como “la parte inmortal del ser”. Dialogando con Yago, le dice:
“¡Reputación, reputación, reputación! ¡Oh! ¡He perdido mi reputación! ¡He perdido la parte inmortal de mi ser, y lo que me resta es bestial! ¡Mi reputación, Yago, mi reputación!”.
Yago, por su parte, estima la reputación más que todas las riquezas de la vida.
“Mi querido señor –responde-; en el hombre y en la mujer, el buen nombre es la joya más inmediata a sus almas. Quien me roba la bolsa, me roba una porquería, una insignificancia, nada; fue mía, es de él y había sido esclava de otros mil; pero el que me hurta el buen nombre, me arrebata una cosa que no le enriquece y me deja pobre en verdad”.
Se ha comparado la reputación a una almohada llena de plumas blancas. Podemos abrir las ventanas de la casa en un día de viento, arrojar las plumas por ellas y el aire hará el resto. Pronto las plumas habrán perdido su original blancura. La suciedad de la calle, las pisadas de los caminantes y la indelicadeza de quienes no saben cómo tratar lo blanco habrán arruinado la valiosa almohada de plumas. Tratar de recogerlas nuevamente será tarea casi imposible. Destruir es muy fácil y esparcir blancuras al viento no cuesta mucho, lo que cuesta es construir y reparar lo dañado.
Así ocurre con la reputación. Los ladrones de reputación se complacen en tirar al viento, a la calle y al barro el buen nombre de los demás.
El motivo es casi siempre el mismo. No han sabido escalar los puestos que otros han conseguido a base de esfuerzos y de sacrificios personales. Se encuentran débiles y pobres frente a los de carácter más fuerte y voluntad más decidida. Y no encuentran otra arma para atacarles más que esa bomba de hidrógeno que es la lengua.
Poner en duda las buenas intenciones del triunfador, atacar su reputación, esparcir a los vientos del mundo toda clase de embustes. La vida hará el resto. La mezquindad proseguirá su obra.
Y cuando se ven descubiertos, cuando se les afea su proceder, quieren arreglarlo todo pidiendo perdón, como si fuera así de fácil. Como si las plumas volvieran a la almohada con la misma facilidad con que son esparcidas.
Debería haber una justicia especial para los ladrones de reputación ajena, unos Jueces que se encargaran de castigar el delito de acuerdo a la proporción de la culpa, una cárcel hecha a propósito para los ladrones de reputación donde el principal castigo consistiera en escribir durante veintitrés horas y media diarias el versículo de Proverbios 8:7. “Mi boca hablará verdad y la impiedad abominan mis labios”.
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