El dramaturgo madrileño José de Echegaray, Premio Nobel de Literatura en 1905, que compartió con el poeta francés Fréderic Mistral, representó en el teatro Español de Madrid el año 1898 una de sus obras más aclamadas: LA DUDA.
La joven Amparo vive con su madre y su tía Leocadia. Esta es una mujer lúgubre, siempre vestida de negro, negra la ropa y negras las intenciones, negra el alma, rostro lívido y ojos mortecinos, que va deslizándose sin hacer ruido por la casa. Simboliza la duda. Día tras día va destilando veneno en los oídos de Amparo: que su novio no la quiere, que la engaña con otra, que lo han visto pasear con varias mujeres. Amparo cree volverse loca. Duda de las palabras de Leocadia. Abrumada por esta, un día aprieta fuertemente sus manos en torno al cuello del fantasma y Leocadia cae al suelo “como un pingajo de sombra”. En el delirio, Amparo llama a su madre a gritos: “Mamá, mamá, he matado a la duda. Ya no me atormenta más”.
La lección que se deriva de esta obra es que la duda es el principio del tormento. Dice Santiago que “el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra”. El cristiano que duda de su fe carece de la tranquilidad que da el tener la vista en Dios, oscila constantemente entre la confianza y la desconfianza. Aquí se impone el gesto de Amparo: Matar a la duda antes de que la duda nos mate espiritualmente a nosotros.
Me he pasado un poco, no era de la duda de Echegaray de la que tenía intención de escribir, sino de otra.
El también dramaturgo John Patrick Shanley estrenó en Nueva York una obra de teatro con el mismo título: LA DUDA. Fue un gran éxito. Obtuvo dos premios prestigiosos, el Pulitzer y el Tony. La obra fue posteriormente llevada al cine e interpretada por dos grandes actores de Hollywood: Meryl Streep y Phillip Seymour Hoffman. Días pasados compré el D.V.D. y la disfruté en la soledad de mi dormitorio.
Un auténtico drama. Un colegio católico para niñas y niños. Una monja directora del colegio, un mal bicho, quien castigaba a los alumnos por la mínima, y un cura adscrito a la Iglesia del colegio. A oídos de la directora llega el chismorreo de que han visto a uno de los alumnos, el único negro, salir de la vicaría en compañía del párroco. Al tomar asiento el niño en clase, la profesora nota algo extraño en su conducta. Se acerca a él y advierte que el aliento le huele a alcohol. La información llega a oídos de la malévola directora. Llama al cura a su despacho y lo aborda sin miramientos y sin razones. Dice al sacerdote que dio alcohol al niño para abusar de él. Este se defiende. Alega que el alumno, quien ejercía de monaguillo, bebió el vino de la Misa y luego entró en clase. No le cree. Dice al cura que ha telefoneado a una monja de la anterior parroquia donde ejerció y esta la puso al corriente de sus vicios.
El cura, abrumado por el poder y el maltrato de la inhumana monja directora, decide dimitir. Su obispo no cree las acusaciones y lo traslada a un mejor lugar, lo que supone un ascenso en su carrera.
La escena final presenta a la cruel monja acurrucada en un banco solitario del inmenso jardín. Otra monja joven se sienta junto a ella y la contempla con lágrimas en los ojos. Las lágrimas dan lugar a un llanto desgarrador. Entre dientes, casi a gritos, dice a su compañera. “Yo he mentido. Nunca llamé a una monja de su antigua parroquia. Jamás tuve pruebas para acusarle. Sólo dudas, dudas, mortíferas dudas”.
¿Y luego qué? Cuando la directora destapa el tema, el cura predica un sermón sobre el chismorreo. El guionista incluye aquí una conocida anécdota. El comportamiento de una mujer que un día de mucho viento rasga desde la ventana abierta una almohada de plumas blancas y las esparce. Las plumas invaden las calles. Un gesto fácil. Gesto imposible habría sido recoger las plumas una a una y volverlas a introducir en la almohada.
Un proverbio de mi tierra árabe dice que la bala del cañón es menos peligrosa que la boca del calumniador.
Cuando se ven descubiertos, hundidos, los calumniadores piden disculpas, otros llegan a clamar perdón, algunos manifiestan arrepentimiento.
¿Acaso esto resuelve el daño causado? La palabra que acusa es como la chispa arrojada en un polvorín, que da lugar a grandes incendios. La reparación que se pretende es una antorcha que cae en el agua y pronto se apaga.
Dice el apóstol Santiago que “la lengua es un fuego, un mundo de maldad”. Sigue el consejo del salmista: “Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño” (Salmo 34:13).
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