España está festejando la feria del disparate. En su enorme vientre de medio millón de kilómetros cuadrados, 45 millones de engañados gesticulan sin corazón y sin alma, danzando grotescamente en la gran ceremonia de la confusión ideológica.
Imágenes al margen, la realidad es esta. Y no se trata de una visión pesimista, sino de un realismo sin concesiones.
De tantos como son a gritar, de la antiestética forma de abrir la boca y del ruido tan fuerte que las palabras arrastran, nadie entiende a su prójimo.
Confusión política total; conflictos laborales; paro; carestía de la vida; infinidad de reclamaciones por los más apartados rincones de la geografía española, todas razonadas y justas según los peticionarios; descontento en los jóvenes, en los mayores y hasta en los niños; insatisfacción general.
Y, a todo esto, la Iglesia católica, religión oficial del país, inundando el pueblo con declaraciones, proclamas, exigencias, pero incapaz de llevar un poco de paz espiritual a las almas enfebrecidas. Porque ella misma anda a la deriva, perdido el contacto con Dios, sumida por entero en los problemas de la tierra, con intereses fuertes en los partidos políticos y en las sociedades financieras.
España está viviendo horas cruciales. Y nosotros hemos de acudir en su ayuda. Somos pocos, cierto, pero un poco de levadura leuda toda la masa. Depende de nuestra fidelidad al mandamiento de Cristo. No caigamos también nosotros en la trampa del momento. No aumentemos la payasada. Vivamos alerta, con los ojos puestos en el Autor y Consumador de la fe.
España no es cristiana. Ya ni siquiera es católica. A nosotros corresponde la tarea de llevarla a Cristo. Tarea dura, difícil, pero en modo alguno imposible. No hablemos más de evangelizar. ¡Cristianicemos! Hagamos a los individuos cristianos. ¿He caído en la utopía? No lo se.
La evangelización ha quedado reducida a un concepto, a un programa de iglesia. Ha perdido el sentido, el encanto, la fuerza. ¡Cristianicemos! No como parte de una tarea común, sino como imperativo personal, como obligación que nos es impuesta por Cristo en tanto que individuos rescatados para anunciar las virtudes de aquél que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Todos servimos para esto. Todos debemos servir. Es hora de responsabilidades individuales. Que cada cual responda de acuerdo a sus dones y a la manera del llamamiento recibido por Dios.
Dios llama a todos, pero no de la misma forma. A Pedro lo hizo por medio de una extraña visión de animales muertos; a Pablo, citándolo por su propio nombre en el camino hacia Damasco; a Felipe por medio de un ángel; al grupo de discípulos, hablándoles directamente antes de partir hacia las alturas.
Y a cada uno de ellos dio una misión distinta. Felipe debía predicar a una sola persona: el eunuco; Pedro a una familia: la de Cornelio; Pablo a un continente: Europa; los discípulos al mundo entero.
La enseñanza es clara; el individuo, la familia, el país, el continente, el mundo entero. ¿Por qué los cristianos españoles no podemos cristianizar el mundo? Repito: ¿Utopía? ¿Sueño? Pero ¿lo hemos intentado acaso?
Si nos consideramos incapaces de cristianizar el mundo, ¡cristianicemos España! Que cada cual se sacuda la pereza y ponga manos a la obra. O que dimita de su condición cristiana. Esta no es hora para los titubeos ni para los devaneos caprichosos entre la carne y el espíritu. Es hora para la seriedad, el trabajo, la acción continua. Es hora para que emprendamos la cristianización de España. Esa es nuestra tarea aquí y ahora. Si sólo logramos una espiga del inmenso trigal, algo es algo.
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