La madrugada del día 2 de junio de 1988 leía en mi cama el último libro de un escritor especialmente querido para mí: la Baladade amor y soledad de Jesús Fernández Santos. Aquella misma noche la Vieja Dama de la que tanto escribió, “la que no tiene nombre”, se le llevó para siempre.Por lo que no pude evitar recordar aquel día que le conocí: una fría mañana de invierno, en su casa, al lado del madrileño paseo de la Castellana… Era entonces casi un crío, y hacía una revista literaria llamada
Aura, con estudiantes de bachillerato de diferentes institutos de Madrid, que vendíamos al lado de la tradicional Cuesta de Moyano. Allí publiqué mi primer artículo, nada menos que sobre la Praga del 68 y la llamada
Carta 77 de los intelectuales checos disidentes, a la vez que un breve comentario sobre mi héroe de adolescencia: Hemingway. Y fue en el último número de aquella revista donde apareció una entrevista que le hice a Fernández Santos en el salón de su piso, compitiendo su voz con el ruido de la máquina de escribir eléctrica, que aquella mañana arreglaba un técnico en su casa.
Jesús Fernández Santos había nacido en Madrid en 1926.
Su madre murió cuando tenía apenas año y medio. Fue al mismo colegio de mi padre, la famosa escuela de los Maristas de la calle Fuencarral, y, como él, vivió toda su infancia en el barrio de Chamberí, entre la soledad de su casa e interminables sesiones de cine. Con la guerra civil, sería evacuado Fernández Santos a Segovia, escenario que luego recreará en muchas de sus novelas. Curiosamente la guerra también le sorprende en la conocida colonia de verano de San Rafael, en el Guadarrama, donde yo mismo pasé de niño muchas de las tradicionales vacaciones estivales.
Al volver a Madrid, su padre morirá de repente. El mundo infantil se desvanece entonces bruscamente, para comenzar una nueva etapa que culminará con su paso por la Universidad durante los años cuarenta. Allí conocerá a Ignacio Aldecoa, que venía de Salamanca, Sánchez Ferlosio, Medardo Fraile y Carmen Martín Gaite, estudiando Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. En aquella época empieza a dirigir también teatro universitario, representando obras de Tennessee Williams y de uno de sus autores favoritos, Eugene O’Neil.
Pero
será el cine el que atraiga de modo especial a Fernández Santos. En la Escuela conocerá a directores como Carlos Saura, y hará sus primeros cortos. La mayor parte de su obra cinematográfica es de carácter exclusivamente documental, rodada mucha de ella para TVE. De hecho sólo hizo un largometraje,
Llegar a Más, basado en uno de sus cuentos, que le costó cuatro años (1960-1964) y que fue un absoluto desastre comercial.
NI REALISTA, NI SOCIAL
Al dejar la Universidad, Ferlosio, Sastre y Aldecoa fundan
Revista Española (1953-1955), una publicación para autores jóvenes, financiada por un curioso mecenas llamado Rodríguez Moñino. Aunque no editó más de seis números, sirvió para dar a conocer los primeros cuentos de esta nueva generación de los años cincuenta, que se ha dado en llamar del “realismo social”. Aunque la mayor parte de esos narradores siempre consideraron que su literatura no era ni realista ni social.
Era la época del Café Gijón y las interminables tertulias, a las que, por otra parte, Fernández Santos no dejó de asistira la hora de la sobremesa, toda su vida.
El año 1954 publicará la editorial Castalia su primera novela, Los Bravos, que ya había aparecido como folletón en la revista
Ateneo. En aquel tiempo, editar en España, “para un escritor joven y desconocido era prácticamente imposible. Vivían aún Azorín y Baroja y los editores se hallaban acostumbrados a sus nombres.”
Los Bravoses la historia de las grandezas y miserias de un pequeño pueblo de León, en las montañas lindantes con Asturias. La novela carece de protagonista principal, y utiliza una técnica de construcción de acciones paralelas y simultáneas. La obra fue particularmente bien acogida por la crítica literaria. También de ambiente rural, en este caso en la provincia de Segovia, es su segundo libro
En la hoguera (1957), que tendrá el primero de una larga serie de premios que acompañarán toda su carrera literaria.
Tras el estreno de su famoso documental sobre Goya (España 1800), se publica su primera colección de cuentos: Cabeza rapada.Una descripción dantesca de la España de posguerra, en la que el hambre lleva a la muerte al niño protagonista de la narración que da título al libro.
SOBRE EL TIEMPO Y LA FUTILIDAD
La década de los sesenta va a suponer, para Fernández Santos, el nacimiento de una literatura fuertemente intimista. Laberintos (1964) muestra el absurdo existencial de un grupo de artistas jóvenesque pasan unos días de vacaciones en un capital de provincias, en medio de un profundo tedio, que lleva al protagonista a buscar refugio en el abismo de su memoria.
“El hombre de los santos” recibirá el prestigioso Premio de la Crítica en 1969. Se trata de una singular novela basada en el análisis psicológico de un restaurador de arte que recorre los mismos caminos que Fernández Santos al hacer su serie de documentales sobre arte.La obra marca una clara línea divisoria que introduce un estilo mucho más renovador y personal, que va a caracterizar toda su prosa. En ese sentido hace
Las catedrales (1970), una novela en cuatro partes, sin otra relación que el escenario común de la monumental iglesia.
Ese mismo estilo fragmentado presentan las narraciones en torno al parque madrileño de El Retiro, Paraíso encerrado (1973), que ahonda más en los contrastes del tiempo y la Historia.
Cuatroaños después publicará el libro que ha sido considerado por muchos críticos como su obra maestra: La que no tiene nombre (1977); otra serie de historias con el escenario común de la montaña de León, en sus límites con Asturias, donde ya desarrolló
Los Bravos. El episodio histórico se sitúa en un tiempo todavía más lejano, la Edad Media, recreando la tragedia de una mujer que realmente combatió con los Reyes Católicos, siendo asesinada por otros caballeros que envidiaban su posición. La narración más actual se refiere a un pueblo en el que no quedan más que dos habitantes, que se resisten a abandonarlo, esperando la muerte y recordando la guerra. Todo ello en medio de un lirismo, una tensión contenida y una riqueza de lenguaje difícilmente comparable, en que la muerte es el principal protagonista.
MEMORIAS PROTESTANTES
Poco se podían imaginar aquellos evangélicos españoles que aquel hombre alto con gafas que asistía a sus iglesias, iba a describirlos de la forma cómo lo hace en el Libro de la memoria de las cosas, Premio Nadal 1971.En uno de sus viajes, Fernández Santos descubre unas tumbas en medio del campo de protestantes españoles, lo que le lleva a investigar la fe y la situación de discriminación de una minoría religiosa como es la evangélica en nuestro país. Visitará sus cultos, entierros y actos públicos, especialmente de las llamadas Asambleas de Hermanos. Misioneros, ancianos y conocidos predicadores aparecen en sus páginas con los nombres ligeramente transformados.
Los personajes fundamentales del libro son dos hermanas solteras, hijas de un “anciano” de una iglesia rural. Se trata de un retrato intimista bastante oscuro, en que la soledad y la frustración sexual se mezclan con las grandezas y miserias de esta pequeña comunidad.
Fernández Santos resalta la grandeza del poder de la fe en una Iglesia perseguida, tanto como las miserias del legalismo religioso, hipocresía y excesos de la disciplina eclesiástica. Acontecimientos reales, como el Congreso Evangélico de Barcelona, son narrados en la novela con todo detalle.
La intención del autor no podía ser mejor: “A mí personalmente no me gustan las vallas ni los muros, nada, en resumen, que separe a unos hombres de los otros, y me preguntaba cuánto tardaría aún esa tapia en caer” –en referencia al muro que separaba al cementerio civil del llamado “campo santo”, símbolo que utiliza en una de las escenas más poderosas del libro, que incluye la predicación en un entierro evangélico–.“Como yo soy narrador, quise hacer, y acabé haciendo, una novela, contada desde el lugar justo de esa misma valla, ni más allá ni más acá, desde la huella que dejará en la tierra un día, ese día que como tantos otros muros en España quede borrada y demolida y, lo que es más importante, definitivamente olvidada” (
Jesús Fernández Santos, Jorge Rodríguez Padrón. Ministerio de Cultura, 1982, pág. 28).
La reacción de los evangélicos, sin embargo, no pudo ser peor. Recuerdo cómo el autor me enseñó una de las muchas cartas que recibió, como protesta, de un conocido dirigente evangélico español. También me enseñó en aquella entrevista el libro de actas del consejo de aquella Asamblea de Hermanos, del que había transcrito literalmente los procesos y actas de excomunión narrados en la novela. Nada había, por lo tanto, de exageración, como pude comprobar personalmente en aquella ocasión. El lenguaje refleja muy bien el argot propio de este tipo de comunidades, y el drama de la chica protagonista se sigue repitiendo, desgraciadamente, todavía hoy.
LOS EXTRAMUROS DE LA INTRAHISTORIA
Pero
no será hasta el año 1978 que Fernández Santos tiene verdadero éxito comercial. Extramuros representa además el inicio de una nueva etapa en la obra literaria del autor, marcada por lo que se ha dado en llamar “intrahistoria” –la reflexión histórica centrada en la vida psicológica cotidiana de aquellos que rara vez son protagonistas de la Historia, en mayúsculas–.
Extramuros, y la posterior película, tenían todos los ingredientes necesarios para ser un escándalo que atrajera la atención del gran público: una historia de amor lesbiano entre monjas heterodoxas, que inventan un falso milagro para salvar su convento de la ruina, en la España de los Austrias.
Al año siguiente publica una nueva colección de cuentos, A orillas de una Vieja Dama. Una serie de historias del Madrid de hoy, que incluyen las mañanas del Rastro, el mundo de los pubs, las primeras huelgas y elecciones, y una narración sobre la infancia de Picasso (Pablo en el umbral).En aquella época es también asiduo colaborador de opinión del diario
El País, con artículos de viajes en la línea de
Europa y algo más (1977).
Continúa haciendo novela de la “intrahistoria” con Cabrera(1981), en el personaje de un niño en el campo de concentración napoleónico que fue esta isla. Luego recreará la vida de El Greco en
El Griego (1985), publicará una obra menor como
Jaque a la Dama (1982), un cuento de niños y una excelente novela de extraordinario lirismo:
Los jinetes del alba (1984).
PROTESTANTES Y ANARQUISTAS EN LA ESPAÑA DE PREGUERRA
Con Los jinetes del alba, Fernández Santos obtendría tal vez su último éxito crítico importante. Se trata de un singular retrato de preguerraen su paisaje favorito: las montañas del Cierzo en las fronteras de León lindantes con Asturias, que aparecen en
Los Bravos.
Esta vez, el protagonista ya no es todo un pueblo, sino algunos de los habitantes de la localidad que el autor denomina como Las Caldas. Entre ellos una familia protestante que vive en un molino la época de la Revolución de Octubre y los albores de la guerra civil.
Encabeza el libro la famosa cita de Rilke a Rodin: “Se diría que un heroísmo sin objeto y sin empleo ha formado España: se levanta, se yergue, se exagera, provoca al cielo, y éste, a veces, para darle gusto, se encoleriza y contesta con grandes gestos de nubes, pero todo queda en un espectáculo generoso e inútil” (1912). Ese sentido de futilidad y absurdo marca la vida de la pareja protagonista, Marian y Martín.El molinero evangélico conoce al revolucionario Martín a causa de un dolor de espalda:
“– El Señor conoce bien el camino de las cosas. Si no es por tu enfermedad no hubiéramos llegado a conocernos.
Martín, herido en su espinazo, se decía que aquel Señor de quien tanto hablaba el nuevo amigo debía tener a su disposición otros remedios menos dolorosos” (pág. 52).
El padre del molinero trabajaba en el ferrocarril cuando conoció a un ingeniero inglés, con el que inició la primera capilla protestante en aquel valle leonés. “Primero tuvieron las reuniones en su piso pero, según crecía el número de los que asistían, fue preciso alquilar una sala de baile” (pág. 53). La amenaza de excomunión del cura del lugar provocó aún mayor interés, por lo que “buscaron gente para tirar piedras contra la fachada […] Hasta que llegaron a rociar gatos vivos con petróleo, prenderlos y buscar modo de lanzarlos dentro […] Martín se preguntaba cómo viviendo en la misma villa nunca supo de las aventuras que contaba el amigo protestante” (p. 53).
El aislamiento y la influencia foránea serían tal vez las dos características que más resalta Fernández Santos en este nuevo retrato de los protestantes españoles, tras el
Libro de la memoria de las cosas. Hay momentos también de admiración ferviente, como cuando cuenta cómo “muchos hicieron profesión de fe viendo aquel hombre y a su mujer perdonar en el juicio a sus agresores, después de haber sufrido sus piedras y sus palos y hasta tronchos de coles” (p. 54).
Abundan también los errores de apreciación, tópicos y malentendidos. Así, la hija del molinero. Raquel, va a Madrid a la vez que Marian, la protagonista. Pero mientras que ésta tiene que servir en una casa de la capital, la chica evangélica consigue trabajo en un hospital por medio de su “obispo” (?), y “la Comunidad corre con sus gastos”. Sin llegar a ser el famoso bocadillo de Menéndez Pelayo (por el cual, según nuestro venerado pensador afirmaba en su
Historia de los heterodoxos españoles, se asistía a los cultos protestantes), a ese tipo de argumentos recuerda la reacción de Marian: “Tan sólo por ser protestante se le brindaba una oportunidad que ella, en cambio, perseguía en vano” (p. 163).
Sin embargo, la documentación de la historia de la comunidad evangélica que recoge en las páginas 261 y 262, que incluye la conversión de algunas monjas por la introducción de una “biblia protestante” (el tópico de la diferencia de traducciones), es perfectamente creíble. Y más aún la reacción del anarquista Martín de habitual escepticismo.
Particularmente interesante es también la posición protestante frente a la situación política española: “Todo el mundo revuelto y ellos (los evangélicos) sin hablar con nadie […] O se está con unos o con otros. Aquí hay que dar la cara. Es muy bonito estarse ahí metido en tu molino esperando a que los demás te saquen las castañas del fuego […] Si en vez de andar como escondidos se pasaran por aquí como todos, sabrían que ese Señor que nunca se les cae de la boca no les va a salvar si se les tuercen las cosas” (p. 257).
Es el tradicional apartamiento protestante de la vida social y política de nuestro país: “Nosotros nunca nos metemos en nada. Nosotros trabajamos sólo para nuestro Señor […] Esta guerra es cosa de católicos” (p. 276). El resultado es un trágico desenlace. El molinero será fusilado por el ejército fascista, ya que para ellos “protestante es lo mismo que masón”. Pues “mientras aquí se pasa hambre, vosotros engordáis con esas ayudas que os mandan de fuera” (p. 282). Y como corresponde a la “gente de orden”, enterraron al protestante fuera de “campo santo”.
Ya gravemente enfermo, Fernández Santos escribe la triste Balada de amor y soledad (1987), que nos muestra un mundo absurdo y sin sentido, en el que el tedio y el aburrimiento llenan la soledad del desamor.
La obra de Fernández Santos es un hondo testimonio humano de desesperanza. Sin embargo, no hay duda de que el escritor conoció bien el cristianismo evangélico, y queda la pregunta de si aquella experiencia le puso en contacto con el mensaje bíblico, o más bien, todo lo contrario… De cualquier forma, una vez llevado en los brazos de la Vieja Dama, responde ante su Juez y Creador…
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(*) Este artículo fue publicado originalmente en el nº 2 de la revista Kalos en 1988. Ha sido transcrito por Anna de Kraker y revisado por el autor.
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