Antes de continuar leyendo pido al lector que se fije en el título: UN VIAJE INTRASCENDENTE. Es decir, de poca importancia, insignificante, sin profundidad. Si sabiéndolo permanece frente a estas notas, adelante, le acompaño, acompáñeme.
Durante los diez primeros meses del año que acaba de terminar viajé en plan conferencias a cinco países de lo que llaman América Latina.
A mí me resulta más sonoro Hispanoamérica. Este que me dispongo a contar tuvo lugar entre el 20 de noviembre y el 12 de diciembre. Cubrió tres países: Estados Unidos, Nicaragua y El Salvador.
Puede que en la juventud viajar sea una parte de la educación; para mí, en lo alto de la vida, viajar es vivir nuevas experiencias, estimular la imaginación, observar, anotar situaciones y conservarlas en el archivo de la mente.
Inicio el viaje.
DOMINGO 20 DE NOVIEMBRE.
Suenan al mismo tiempo dos despertadores. Ocho de la mañana. Arriba. La tarea diaria: afeitado, ducha con agua tibia. El desayuno de siempre: dos naranjas exprimidas. Tostadas con aceite de oliva. Café con leche. A las diez llega mi amigo Juanjo Bedoya. Le acompaña su hija Nora, 17 años. Juanjo me conduce al aeropuerto. La T-4 de Madrid. En el mostrador de American Airlines hay poca gente. Pido un asiento en salida de emergencia. Pasillo. Hay más espacio para extender las piernas. Compro cinco periódicos: “El País”, “El Mundo”, “Público”, “La Razón”, “A.B.C.”. En portada todos refieren el acontecimiento del día: elecciones generales. Ganará el Partido Popular, dicen. Control de equipaje de mano. Todo objeto metálico en una bandeja; y zapatos, y chaqueta, y cinturón; el pantalón no. Aún así, inspección del cuerpo. “Lo hacemos para seguridad de los pasajeros”, dicen. Será. Paso sin problemas, pero sujetándome los pantalones con ambas manos. Bajo tres plantas del aeropuerto por escaleras metálicas. Tomo un trenecito eléctrico. Otras tres plantas escaleras arriba. Control de pasaporte. Todo normal. Me dirijo a la puerta U-66. Embarque a las 12. Una hora después, vuelo hacia las alturas.
He viajado en compañías aéreas de cuatro continentes. “American Airlines” siempre la he considerado entre las peores. Azafatas cercanas a la jubilación. Hay dos gordas. Asientos estrechos. Mal servicio. Mala comida. Pechuguita de pollo congelado con pipas de girasol. ¡Qué asco! Espaguetis más secos que la mojama de Barbate.
-“¿Qué desea beber?”, pregunta una de las dos azafatas gordas.
-“Vino tinto, por favor”.
-“Son cinco dólares la media botellita”.
-“No lo quiero. Agua, por favor”.
En Iberia, al servirte la comida te dan gratis todas las botellitas que desees beber.
Después de la comida, mi hora diaria de siesta. Puntual. Sesenta minutos. Dicen que es una maravillosa costumbre española. No sé. Yo practico la siesta desde mi juventud en Marruecos, norte de África. Después leo los cinco periódicos y continúo con un libro de Jorge Luís Borges: SIETE NOCHES.
El asiento que ocupo tiene la lamparita de lectura estropeada. ¡Vaya por Dios! ¿Por qué no revisan estas cosas antes de alzar el vuelo? Me las arreglo con la luz que me llega de las filas laterales.
El avión se acerca a Dallas. Hora del desayuno, dicen. Un trozo de piza que parecía hecha tres días antes y cinco uvas negras, exactamente cinco. Ojeo la bandeja de mi vecino de asiento. Lo mismo: pizita y cinco uvas negras. El número me recuerda la poesía de Lorca a la muerte del torero Sánchez Mejía: “A las cinco en punto de la tarde”.
Once horas después de abandonar Madrid, llegada a Dallas. Control de pasaporte. Preguntas: “¿Para qué viene usted a Estados Unidos?” “¿Cuánto tiempo va a permanecer en el país?”. “¿Dónde se va a hospedar?”. “¿En qué ciudad?”. “¿Piensa aceptar algún trabajo en Estados Unidos?”. “¿Trae en su equipaje arma de fuego?”.
Todo bien. Adelante. Corro por la sala de conexiones hacia un vuelo nacional. La puerta de embarque está lejos. Pero llego. Siempre se llega a algún lugar. Entramos a la vida en el nacimiento y salimos de ella en la muerte. No hay parada y fonda. Sólo un penacho de humo que algunos llaman existencia.
El avión que me lleva desde Dallas a Abilene, ciudad de 150.000 habitantes, 240 kilómetros al oeste de Dallas, pertenece a la misma compañía, pero con subtitulo, como en las películas, “American Eagle”. De águila –eagle- tiene poco. Menos que águila, parece mochuelo. Pequeño, 20 asientos. Otra hora en el aire. En el aeropuerto de Abilene me espera mi amigo Tim Archer. Habla bien español. Casado con un hermosa mujer argentina. Tim me lleva al hotel “Elegant Suites”. Lo conozco de otras estancias. Bueno. Cama grande en la que puedes jugar a la rueda rueda sin caer al suelo.
Por mi reloj son las cinco de la mañana. Entre aeropuertos y aviones han pasado diecinueve horas desde que salí de Madrid. Mi cuerpo no se tiene, pero a mí me sobran energías. Para todo. Y no es un farol.
LUNES 21.
¿Para qué he venido tan lejos? Lo explico. Se me pidió que escribiera mi autobiografía y lo hice en español. La agencia de Televisión, Radio y Prensa “Herald of Truth” se ocupó de la traducción al inglés. La Universidad de Abilene la editó, salió un libro no muy gordo, 236 páginas. Me llamaron para el acto de presentación y para que dedicara y firmara 350 ejemplares a personas que me conocen. Habían solicitado el libro antes de salir a la venta.
Y aquí estoy, para esto.
Dicen que me recogerán a las nueve. Calculando el tiempo de aseo y desayuno, pongo el despertador a las siete y media. Cuando suena, incorporado en la cama, me pregunto: ¿dónde estoy? Creo que acabo de acostarme.
Nueve en punto. Llega Tim. Me conduce directamente a las oficinas de la empresa editora. Ponen ante mí un montón de libros. Escribo en cada uno lo que se me ocurre. Mi mente no está para producir 350 dedicatorias originales y bonitas. Me piden que lo intente. No vale sólo la firma. Me entregan una enorme lista de nombres para que me entere a quienes he de dirigirme.
Doce en punto. Es la hora del almuerzo en esta ciudad sureña. Prácticamente, en todo el país. Los norteamericanos almuerzan a hora en que las mujeres españolas tantean los alimentos en la cocina para comer a las dos, o a las tres. En el yantar me acompañan Timothy Archer y Steve Ridgel, dos directivos. A la una sigo con las dedicatorias de libros. A las cinco me llevan al hotel para que descanse un poco. Muy poco. Seis y media, cena. ¡Qué barbaridad! A esa hora es mi merienda en Madrid: dos piezas de fruta y un café sin leche. En la mesa somos siete, tres matrimonios y un solitario, yo. A las nueve, al hotel. Escribo hasta las 12 y luego zapeo la televisión en inglés.
MARTES 22
Prácticamente igual que ayer. La mañana ocupada en dedicatorias de libros. Almuerzo con Larry Sanders, fotógrafo profesional muy cotizado, recientemente incorporado a la agencia “Herald of Truth”. Dedico la tarde a visitar algunos amigos: Jack McGlothlin, accionista en compañías petroleras venido a menos, Clois Fowler, antiguo director de H.O.T. y H.C. Zachry, empresario editorial. Cena en grupo a las siete. Esta noche somos trece a la mesa.
MIÉRCOLES 23
Otro madrugón. El director general de “Herald of Truth”, Bill Brant, me recoge en el hotel a las cuatro y media y me deja en el aeropuerto de Abilene. Me espera un largo día de vuelo: Abilene, Dallas, Miami, Managua. En el aeropuerto de Dallas espero tres horas. Dos horas y media más de vuelo y llego a Miami. Aquí tienen lujosas mansiones Julio Iglesias, Alejandro Sanz y creo que otros españoles famosos, hasta el chato de Jaén inmortalizado por José Cardona.
Miami es una urbe multicultural, multilingüista, multirracial. Muchos judíos. Muchos cubanos. Muchos latinos procedentes de toda Hispanoamérica. Algunos estadounidenses de pura sangre anglosajona.
El aeropuerto es un hervidero de gente que va y viene. Hacia arriba unos, hacia abajo otros, más gente a derecha y a izquierda. Aquí se habla cubano por todas partes. Desde la viejita que espera propina a la entrada de los retretes hasta las dependientas en tiendas de lujo. Cubanos en comercios libres de impuestos, cubanos en cafeterías, cubanos en restaurantes, cubanos en puntos de información, cubanos limpiando suelos, muchos cubanos, orgullosamente cubanos. Si estos cubanos enviaran a su verdadera patria con más frecuencia parte de lo que ganan aquí, menos pasarían hambre allí.
Seis de la tarde. Anuncio por los altavoces: “Señores pasajeros con destino a Managua diríjanse a la puerta de salida”.
Allá voy yo.
(Continuará)
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