El pasado domingo 6 de noviembre Nicaragua celebró elecciones para elegir presidente de la nación. Daniel Ortega arrasó. Obtuvo el 62,8 por ciento de los votos frente al 30,9 por ciento de su rival, el empresario radiofónico Fabio Gadea. La oposición, como suele ocurrir en estos países de la América hispana, denunció los resultados alegando fraude electoral. Pero Daniel Ortega, 66 años, envejecido y agotado, ya es presidente del país centroamericano, al que gobernará durante los próximos seis años.
Como en 1984, Ortega se presentó a las elecciones en representación del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Esta organización política fue creada en 1962, llamándose continuadora del ideario de Augusto César Sandino, patriota nicaragüense asesinado vilmente y a traición en 1934 por un sobrino del ex presidente Moncada, Anastasio Somoza.
En 1974 el Frente Sandinista declaró la lucha armada, iniciando una guerra de guerrillas. Como primer objetivo se impuso el derrocamiento de Somoza. Uno de los líderes más destacados de aquella revolución fue Daniel Ortega. El dictador Anastasio Somoza cayó en julio de 1979. El sandinismo creció entonces de 1.500 afiliados a 5.000, con una gran influencia en todo el país.
El 4 de noviembre de 1984 Nicaragua celebró elecciones generales. Ganó el Frente Sandinista de Liberación Nacional con un 66,9 por ciento de los votos y Daniel Ortega fue declarado presidente de la nación. La toma de posesión tuvo lugar el 10 de enero de 1985.
Un mes antes me llega a Madrid una carta remitida por el que sería Ministro de Asuntos Exteriores de Nicaragua, Miguel D´Escoto, mediante la cual se me invitaba a estar presente en la investidura presidencial. La carta añadía que el Gobierno de Nicaragua pagaría mi billete de avión ida y vuelta y cubriría los gastos de mi estancia en el Hotel Camino Real.
Naturalmente, la carta me sorprendió. Me dejó perplejo. Aunque decía que se me invitaba en calidad de periodista, ¿por qué a mí? Yo no había tenido contacto alguno, jamás, con el movimiento sandinista. Acepté y decidí preguntar al propio ministro cuando lo viera en Managua por la razón de aquél ofrecimiento. Tres días duraron los actos y nunca tuve la oportunidad de hablar con el señor D´Escoto. De modo que el misterio de aquella invitación no he podido descifrarlo al día de hoy.
Eran tiempos de la Unión Soviética. Para arropar a Daniel Ortega en día tan significativo para él llegaron a Managua importantes personalidades del soviet supremo y de otros países del Este de Europa: Yugoslavia, Rumanía, Bulgaria, Polonia y otros.
Muchos militares, luciendo en sus vestimentas medallas de todos los colores y tamaños, cabezas redondas y rostros rojizos y rollizos paseaban por el hotel como lo harían en sus cuarteles o en los salones políticos y diplomáticos.
Los organizadores del evento asignaron a cada uno de los invitados un intérprete del país. A mí me adjudicaron una joven norteamericana, rubia, ojos azules, con un dominio casi perfecto del castellano. Estaba casada con un líder sandinista. Prescindí de sus servicios diciéndole que yo era español.
Entre los hospedados en el hotel Camino Real distinguí a Julio Anguita, entonces Alcalde comunista en Córdoba. El primer día intercambié unas palabras con él y me dijo que también él había prescindido de la intérprete nicaragüense que le ofrecieron.
Las noches, después de la cena, las risas y carcajadas animaban el ambiente. Todos los del Este de Europa bebían mucho, especialmente los rusos.
Daniel Ortega impuso una única forma de vestir para todos los asistentes: pantalón oscuro y guayabera blanca. Allí estábamos, 350 hombres, todos en blanco y negro. El único que no respetó la norma fue Fidel Castro, presidente de Cuba. El se mantuvo a lo largo de la larga jornada embutido en su flamante uniforme verde oliva. Se le distinguía desde cualquier rincón.
Yo tenía pantalón oscuro, pero no guayabera. Abandoné el hotel con la intención de mercar una. Llovía. En la puerta encontré a Gabriel García Márquez. Le pregunté qué hacía allí y respondió que esperaba un taxi para ir al centro de la ciudad y comprar una guayabera. ¿Alguien puede imaginar al Premio Nobel de Literatura colombiano sin una guayabera en su maleta, cuando se trata de una prenda que viste constantemente? Pues aquél día no tenía guayabera.
Juntos abordamos un taxi y nos dirigimos a la parte comercial de Managua. Para mí, aquél hombre, en aquél momento, era un regalo. Precisamente yo estaba trabajando en un ensayo crítico sobre CIEN AÑOS DE SOLEDAD. Poco hablador él hablé yo y le consulté: “Hay un episodio en su novela en el que coincidiendo con la llegada de Rebeca los habitantes de Macondo son afectados por una extraña enfermedad que les impide dormir y les ocasiona pérdida de la memoria. A fin de recordar los nombres de las cosas, deciden escribirlos. Aconsejados por José Arcadio Buendía cuelgan en la entrada del camino al pueblo un letrero que decía: “Macondo”. Y en la calle central otro más grande: “Dios existe”. Pregunté a García Márquez: ¿Estará la clave de su novela en ese “Dios existe”? Se limitó a responder: “Tal vez”. Nada más me dijo.
Encontramos las guayaberas en una boutique de lujo. En el interior derecho de la prenda se leía: “Pierre Cardin”. ¡Guayaberas centroamericanas hechas en Francia! ¡Y nada menos que por la firma Pierre Cardin! La que yo utilicé aquellos días la regalé unos años después a un predicador de la Iglesia en Matanzas, Cuba, Toni Fernández.
Mi objetivo era Fidel Castro. Explico por qué. Durante años yo iba de vez en cuando a la Embajada de Cuba en Madrid solicitando visado para entrar en la isla. Nada. Siempre me lo negaban. Una vez, el señor al otro lado de la ventanilla fue algo comunicativo: “Su pasaporte dice periodista (en aquél entonces la profesión figuraba en el documento). Pero sabemos que usted es periodista cristiano y además pastor. No podemos darle visado para nuestro país”.
Yo espiaba a Fidel Castro. Quería encontrar una oportunidad para hablar con él. Y la encontré. El comandante cubano hablaba con el presidente de la Conferencia Episcopal de Nicaragua, Pablo Antonio Vega. Sólo dos guardaespaldas custodiaban al comandante. Me acerqué al eclesiástico y al político.
Dije a Fidel que me permitiera hacerle unas preguntas. Inmediatamente inquirió quién era yo. Me identifiqué. En los pocos minutos de que dispuse pregunté por la falta de libertad religiosa en Cuba. Así respondió: “¿Qué no hay libertad religiosa en Cuba? Vete y compruébalo”. Eso quiero yo, insistí. Pero su Embajada en Madrid no me concede visado.
Para hacer la larga historia corta, como dicen los estadounidenses, un mes después volví a la Embajada de Cuba en Madrid y allí tenía el visado. Desde entonces he hecho 54 viajes a Cuba, siempre von visado especial.
En el vuelo de regreso coincidí con Julio Anguita. Solo, arropado con un abrigo negro. Le vi varias veces en el hotel. Siempre muy digno, normalmente serio, alejado de las comilonas y exceso de bebidas de sus camaradas rusos y otros representantes de países satélites.
Ahora Ortega ha vuelto al mando. Está manipulando para ejercer un poder absoluto. Los analistas políticos se extrañan de que los problemas vividos años atrás no le hayan pasado factura. Entre ellos la denuncia de una hijastra, Zoilamérica Narváez, acusándolo de haber estado violándola desde los 10 años. Presionada por la madre, la joven retiró la denuncia en el 2008.
También lo ha perdonado el pueblo y el cardenal de Nicaragua, Miguel Obando. Azote del sandinismo en los años 80 y 90 el cardenal llegó a relacionar a Ortega con una víbora.
Pelos a la mar.
El cardenal asiste ahora a todos sus mítines y bendice sus discursos. Por su parte, Ortega, enfrentado a la Iglesia católica, acude devotamente a misa. Total, cardenales y políticos. Dios los cría…Lo de siempre: el interés entronizado sobre la justicia y la verdad. Decía Benavente: “para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses”.
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