Contemplé el espectáculo desde la habitación que ocupaba en un hotel de Torreón, en el norte de Méjico, donde me encontraba impartiendo un ciclo de cinco conferencias sobre escritores españoles e hispanoamericanos.
Las imágenes originales fueron tomadas por la televisión árabe Al Arabiya. Gadafi fue capturado el pasado 20 de octubre en una alcantarilla de Sirte, la aldea beduina en la que nació hace 69 años, cazado como conejo en madriguera por soldados antigadafistas que otrora idolatraban al líder derrumbado. Murió de un disparo en la cabeza, según el resultado de la autopsia. El cuerpo, medio desnudo, fue exhibido en una cámara refrigerada en Misrata, ciudad donde comenzaron los primeros levantamientos contra su régimen. Como en una ceremonia de la Santa Muerte los soldados vencedores desfilaban alborozados filmando el cadáver con sus teléfonos móviles.
Ningún respeto por el líder derrotado ni por el cuerpo sin vida, hechos sacrílegos condenados por la ley del Islam. Los revolucionarios, apuntaba Sartre, se trasforman en “jaurías linchadoras” en el calor de la batalla.
Allí estuvo el muerto hasta que el olor a descomposición hizo urgente su entierro. “Ya no aguantaba más”, declararon fuentes del Consejo Nacional de Transición (C.N.T.). Era un apestado a quien nadie quería en su suelo. Fue enterrado en una tumba anónima en algún lugar del desierto libio, en medio de la nada. A los sepultureros se les forzó a jurar ante el Corán que nunca revelarían el lugar donde quedaron los huesos de Gadafi.
Así acabó la gloria del hombre que durante 42 años gobernó a su pueblo con manos de hierro. Así terminó la vida de quien se hizo llamar rey de reyes; paseó desafiante por grandes ciudades del mundo, recibido con honores de Estado en las principales democracias occidentales, España incluida, que buscaban en él el petróleo para sus industrias.
Una vez más se cumplió la divina escritura: “Toda carne (persona) es hierba, y toda su gloria como la flor del campo” (Isaías 40:6).
En efecto. ¿En qué fue a parar la gloria del gran
Nabucodonosor, fundador de Babilonia y de los jardines colgantes? ¿Dónde la gloria de
Alejandro Magno, el guerrero que lamentaba no tener más mundos que conquistar, muerto de malaria a los 33 años? ¿En qué paró la gloria de
Julio César, atravesado por el puñal de Marco Bruto al pie de la estatua dedicada a Pompeyo? ¿Y la gloria de
Napoleón, el Alejandro Magno de los tiempos modernos, abandonado en la solitaria isla de Santa Elena, carcomido por una enfermedad cancerosa? ¿Qué se hizo de la maldita gloria de un
Lenin, un
Stalin, un
Hitler, un
Mussolini?
Hombres exaltados a la gloria terrena acaban como ellos, como acabó Gadafi, en muerte, corrupción, podredumbre.
En el catálogo de superhombres huecos destaca Felipe II, el todopoderoso hijo de Carlos I de España y V de Alemania. Dice uno de sus biógrafos que antes de morir se hizo trasladar a El Escorial, obra suya y lugar de su predilección.
“Su cuerpo era una verdadera llaga. Corroído por el dolor, postrado en el lecho del que ni siquiera se le podían mudar las sábanas porque se le pegaban a las carnes, plagado de gusanos que pululaban entre las úlceras, sin que fuese posible extinguirlos, permaneció así cincuenta y tres días… Doce días antes de morir llamó a su sucesor y le dijo: “He querido que os hallaseis presente para que veáis en que vienen a parar los reinos y los señoríos del mundo”.
En el epitafio de Alejandro el Grande quedaron grabadas estas palabras: “Una tumba le basta a aquél a quien no bastó el universo”.
Ante el horror de la muerte no cuentan las creencias.
Mao, el de la revolución cultural china, era ateo convencido y militante. No creía en el más allá e hizo todo cuanto pudo por permanecer en el más acá.
Tito, quien se decía agnóstico, se aferró con desesperación a sus últimos días; se resistía a abandonar el suelo sin cielo de la Yugoslavia que había reconstruido.
Bumedian, creyente hasta el fanatismo en la religión de Mahoma, se hizo llevar a Argelia desde Alemania material médico y especialistas que retrasaran su muerte.
Einstein, judío, murió dando gritos de remordimiento por su contribución a la bomba atómica que tan desastrosos efectos causó en Japón.
Franco, católico, supuesto defensor de la cristiandad, paseado bajo palio por catedrales de España, pedía a su médico personal, Vicente Pozuelo, que no lo dejara sólo en el trance de la muerte, que no lo abandonara. Antes de escapar su alma desde el madrileño Hospital La Paz hacia el más allá del misterio, exclamó: “¡Qué duro es esto, doctor!”. Y poco después: “¡Déjenme ya!”. El dictador del pueblo español a lo largo de 40 años quería morir, como Rilke, de su propia muerte, no de la de los médicos.
Todo esto lo viene advirtiendo la Escritura desde tiempos remotos. Ya Job se quejaba: “Me ha despojado de mi gloria y quitado la corona de mi cabeza. Me arruinó por todos lados y perezco; y ha hecho para mi esperanza como un árbol arrancado” (
Job 19:9-10).
La gloria humana es un pasaporte que abre todas las puertas excepto las del cielo; proporciona placeres, pero no felicidad; el brillo y el barro se mezclan y el dolor acaba con todas las alegrías temporales. Salomón dice que “buscar la gloria no es gloria” (
Proverbios 25:27). La misma búsqueda es una tortura. Y tras hallarla se escapa rápidamente de las manos, como el castillo encantado en el cuento de Tolstoi.
LA MURALLA CHINA, obra del dramaturgo suizo Max Frish, es un bello ejemplo de mísera gloria humana. Sobre el escenario aparecen hombres y mujeres que un día gobernaron los pueblos, entusiasmaron a las multitudes e hicieron felices a los hombres, con la pobre felicidad de la tierra. Napoleón Bonaparte, Cristóbal Colón, Poncio Pilato, Felipe II, Cleopatra. Todos ellos admirablemente caricaturizados, reflejos de un pasado que ellos imaginaron glorioso y que ahora yace bajo las ruinas de una nueva civilización. Como siempre ocurrirá. Así está escrito. La gloria del hombre es la nada que se olvida, el ayer sin retorno, un aplauso con ecos vacíos. Lo dice mejor Dios: “Por eso ensanchó su interior el Seol, y sin medida extendió su boca; y allá descenderá la gloria de ellos, y su multitud, y su fausto, y el que en él se regocijaba. Y el hombre será humillado, y el varón será abatido, y serán bajados los ojos de los altivos” (
Isaías 5:14-15).
Quien hasta hace poco fue coronel Muamar el Gadafi forma ya parte de ese reducido número de inmortales –mortales que pasaron por la tierra, como la estatua de Nabucodonosor, con cabeza de oro y pies de barro.Tras la caída de la Unión Soviética la cabeza marmórea de Stalin fue arrastrada por las principales calles de Moscú. Ahora llegó la hora del dictador libio. Nadie escapa a la sentencia divina.
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