En su clásico y pequeño libro CARTA SOBRE LA INTOLERANCIA, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) dice que ésta, la intolerancia, ha existido desde siempre y es expresión constante de la naturaleza humana.
La intolerancia, sigue el filósofo, se da con mayor abundancia en los grupos religiosos, en todos ellos, al considerarse poseedores únicos de la verdad absoluta. Voltaire (1694-1778), indudable precursor de la Revolución francesa, expuso el mismo sentir que Locke en su TRATADO SOBRE LA INTOLERANCIA. Con una diferencia: Locke teorizó, Voltaire sufrió la intolerancia en carne propia tanto de reyes y políticos gobernantes como de la jerarquía católica que lo excomulgó acusándole de anticlerical y blasfemo.
Nosotros, los protestantes españoles, sabemos mucho de intolerancia. La hemos padecido durante siglos y aún no estamos libres de ella.
Los intolerantes son intocables. A la menor alusión a sus creencias saltan enfurecidos y acusan a sus opositores de odiarles. Todos, absolutamente todos esgrimen el mismo falso argumento: “censuran nuestros principios porque nos odian”.
Hace algún tiempo –no mucho- escribí un artículo puntualizando algunos aspectos del holocausto nazi. En mala hora lo hice. Recibí cartas de entidades y de personalidades israelitas , hasta de un rabino de Buenos Aires, acusándome de odiar a los judíos. Yo, que jugaba con niños judíos en la escuela y en los barrios de Rabat. Yo, que de joven paseaba del brazo con jóvenes judíos por calles de Larache y de Tánger. Yo, que tan estrecha amistad tuve con Samuel Toledano, ya fallecido, representante del judaísmo en España, cuando ambos formábamos parte del equipo que quería arrancar a Franco una Ley de libertad religiosa para los no católicos.
Más años han pasado desde que escribí en la revista LUZ Y VERDAD un artículo recriminando a los protestantes de Cataluña por estar encerrados en su propia tierra y no contribuir a la evangelización de otros pueblos de España. Me llegó una carta, esta vez de mis propios círculos, diciendo que mi problema era que yo odiaba a los catalanes. ¡Por Dios! ¡Con la cantidad de amigos entrañables que tenía y tengo en Cataluña!
En marzo del año 2008 dirigí en este mismo medio una carta abierta al abogado y político Pedro Zerolo, presidente de la Confederación de Gays y Lesbianas. Me quejaba por el maltrato dado al pastor Marcos Zapata, quien en una conferencia dada en Zaragoza habló de la homosexualidad. ¡No quiera usted saber la que se armó! ¡Los mensajes que recibí diciendo que yo odiaba a los homosexuales!
Con la Iglesia católica he topado tantas veces que ni las puedo contar. De hecho, en Madrid se publicaron tres tomos recogiendo artículos míos referidos a esa institución religiosa en España. Acusaciones de odio me han llegado siempre, la última con motivo de mi artículo sobre el Papa la pasada semana. Uno de los mensajes dice: “Lo que le pasa a usted, señor Monroy, es que siente odio hacia la Iglesia católica”. ¡Pobre de mí!
En el fondo de estas imputaciones late el espíritu de intolerancia que denunciaron Locke, Voltaire y miles de grandes pensadores desde que el mundo es mundo. Atribuir actitudes de odio a quienes en defensa del cristianismo primitivo –en el caso de la Iglesia católica – intentamos llegar al fondo de la verdad y denunciamos doctrinas y prácticas que consideramos anticristianas, no es justo. Ni acertado. Ni noble.
¿Odiaba Jesús a los fariseos, escribas y saduceos cuando censuraba sus teorías religiosas y sus comportamientos impropios de la dignidad que se les suponía?
¿Odiaba Pablo a Pedro cuando lo amonesta en escrito público por sus veleidades con judíos y gentiles?
¿Odiaban los grandes teólogos cristianos del siglo IV al presbítero Arrio por negar la divinidad del Verbo? ¿Lo odiaban o simplemente desaprobaban sus ideas y las denunciaban en multitud de escritos?
Por nuestra parte, manifestar por escrito nuestro desacuerdo con los principios doctrinales de la Iglesia católica que consideramos contrarios a las enseñanzas de la Biblia, no es odiar. Tampoco odiamos a la jerarquía de la Iglesia ni al Papa cuando desaprobamos determinadas formas de actuar en sociedad.
De una vez: los protestantes españoles no tenemos la palabra odio en nuestro vocabulario ni ese sentimiento detestable ocupa lugar alguno en nuestro corazón.
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