Tan insignificante distancia acaban de cruzarla nuestros representantes políticos en el Senado de la nación.
Las señorías (¿?) que forman la llamada Cámara Alta encontraron en sus escaños un regalo de reyes al incorporarse a sus tareas el lunes 24 de enero, pasadas las fiestas de Navidad, año Nuevo y demás. El regalo consistía en un pequeño cablecito con un auricular destinado a acoplarse a una oreja para escuchar en castellano lo que otros hablaban en euskera, catalán o gallego.
Puntualizo: Creo que el Estado español es pluricultural.
Creo que los idiomas que se hablan en Cataluña, Galicia y País Vasco constituyen valores que se fundan en procesos de creación e inventiva.
Creo que a los nacidos en esas y otras comunidades asiste todo el derecho a expresarse en el lenguaje que han mamado al tiempo que la leche materna, el que vive en el ambiente, el que han asimilado desde la niñez.
Creo que ningún castellano, andaluz o extremeño deba sentirse ofendido si al llegar a San Sebastián, Barcelona o Coruña escuchan hablar en idiomas que no entienden. Tampoco debe considerarse agraviado el gallego, catalán o vasco que llega a Madrid o a Valladolid. Todas las lenguas nacionales tienen su lugar en el conjunto del Estado, todas han de ser respetadas y aceptadas.
Esto lo entiendo como cosa cierta. Lo que estimo sin razón es ese ridículo episodio de los pinganillos en el Senado, un histrionismo infantil de gestualidad anecdótica.
La Constitución reconoce que el catalán, el euskera y el gallego son lenguas españolas y así hemos de aceptarlas. Pero el Senado es una institución del Estado y el idioma de comunicación debe ser el castellano.Aquél 24 de enero se discutía en la Cámara Alta el tema de la Educación y el fracaso escolar. Los senadores, que utilizaban el pinganillo por primera vez, hacían malabarismos para ajustarlo debidamente a la oreja. Algunos rodaron por el suelo. Un equipo de traductores vertía al castellano lo que otros expresaban en gallego, euskera y catalán. Los que se expresaban en esos idiomas entendían el castellano tan bien o mejor que el propio de su comunidad. ¿Para qué, entonces, los traductores? Quienes no necesitaban traducción contenían una risa burlona. Ver a aquellos senadores hablando y escuchando como si estuvieran en las Naciones Unidas provocaba hasta vergüenza de ser español. El ridículo y la bufonada eran evidentes.
En esto del pinganillo está también el tema económico.Los intérpretes del Senado cobran 525 euros al día, muy poco menos de lo que pagan a un obrero por el salario mínimo en 30 días. Y aún dicen que están mal pagados. Exigen aumento de sueldo. El servicio de los intérpretes cuesta 12.000 euros por sesión –dietas aparte- hasta alcanzar 350.000 euros al año. La compra de 400 pinganillos para las señorías (¿?) del Senado ha costado 4.526,48 euros. Todo esto, en época de crisis económica, con más de cuatro millones de parados.
El espectáculo del Senado semeja una Babel parlamentaria. El orgullo colectivo de aquellos constructores que querían llegar al cielo no difiere del orgullo que muestran los defensores del pinganillo. Unos intérpretes de la Biblia creen que la confusión de lenguas significaba el castigo por quebrantar la unidad político-religiosa de la época, inferida de Génesis 11:1: “Tenía la tierra entonces una sola lengua”.
Distinto fue el milagro de Pentecostés.Los apóstoles hablaban en una sola lengua y los oyentes llegados de diferentes países del mundo les entendían en la suya propia. Sin pinganillos. Sin intérpretes.
Razono: Babel –confusión- fue asunto de hombres. Pentecostés –entendimiento- fue cosa de Dios.
A ver si aprenden nuestras señorías (¿?).
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