Conocí a
LUIS RUIZ POVEDA poco después de instalarme en Madrid en el verano de 1965. Congeniamos de inmediato. Nuestra cercanía espiritual y humana sólo tenía un leve punto de desacuerdo: él era partidario, defensor y propagador del ecumenismo con la Iglesia católica y yo no. Por lo demás, trabajamos juntos en congresos, en asambleas, nos encontramos en eventos, en numerosas actividades relacionadas con nuestra común fe. Por ahí andan (¿andan?) fotografías donde nuestros cuerpos trajeados se funden en abrazos.
Poveda, como todos le llamábamos, fue sencillo y crítico, rebelde y fiel, intelectual y humano. Había nacido donde también lo hizo Joaquín Sabina, en Úbeda, provincia de Jaén, el 1 de octubre de 1930. Después de su conversión, que tuvo lugar en Madrid, procuró para sí una sólida formación teológica, primero en el Seminario Unido de Madrid, luego en la Universidad de Teología de Ginebra, Suiza. En la ciudad de Calvino contrajo matrimonio con una nativa del lugar.
Como pastor, fue muy eficaz y muy querido. Estuvo al servicio de iglesias en Madrid y Barcelona, siempre dentro de la denominación Iglesia Evangélica Española (IEE). Otro ministerio, que desarrolló a lo largo de su vida, fue la educación. Enseñó en el Colegio el Porvenir y fundó, a base de mucho trabajo y viajes en busca de dinero, el Colegio Juan de Valdés, que hasta hoy continua educando niños y jóvenes en el madrileño barrio de San Blas.
Como hizo con Juan Luis Rodrigo, con Juan Solé, con José Cardona y con otros, tampoco a Poveda Dios le concedió una despedida de la tierra feliz. Lo tuvo sufriendo encamado hasta el instante final, el 14 de enero del 2006. Mes y medio antes supo que su hija menor también bajó a la tumba. Dolor sobre dolor. ¿Por qué? ¿Por qué a él, cristiano fiel, y no a los ateos blasfemos de la Divinidad?
ARTURO GUTIÉRREZ MARTÍN tenía mal carácter, pero en la distancia corta, en el trato de tú a tú, era hombre entrañable. Ya decía SARTRE que nadie es como otro. Ni mejor ni peor. Es otro. Los pastores de la Federación de Iglesias Evangélicas Independientes de España, a la que perteneció desde los inicios, le consideraban hombre de carácter frío y duro. En realidad, no lo era. Cuando quería, sabía ser tierno, amable, dispuesto a encender la vela del otro con la suya propia.
Arturo vino al mundo de los vivos en tierra adentro, en campos de la vieja Castilla. Nació en un pequeño pueblo de Palencia, Burruelo de Santullán, el 2 de julio de 1923. Su conversión a Cristo se produjo en Valladolid. Trasladado a Cataluña, ingresó en la Misión Cristiana Española, liderada por Samuel Vila. Ejerció como pastor en Barcelona, Reus, Tortosa y Gerona. Contrajo matrimonio con una suiza muy delicada, sencilla, vulnerable, encantadora, Anny Gubler. En 1959 el matrimonio se instaló en Algeciras. Fue allí donde entré en contacto con Arturo, en uno de mis viajes España-Tánger.
Después de este primer trato nuestra amistad no se interrumpió. Los dos participamos en la fundación de la Asociación Española de Periodistas y Escritores Evangélicos, que tuvo lugar en Barcelona en el verano de 1966. A partir de aquellos años nos veíamos regularmente. Tengo ante mí una fotografía tomada en Madrid con motivo del encuentro celebrado por la Asociación el 11 de mayo de 1971. Somos 14. Entre ellos tres citados en estas crónicas de muertos: José Flores, Manuel Gutiérrez Marín y Samuel Vila. Arturo Gutiérrez tiene cara de juez enojado, enfadado con el mundo.
Pero sólo era la cara. Dentro de su cuerpo latía un corazón de escritor y poeta. Publicó libros y numerosos artículos. También mucha poesía. Amaba los versos, música del alma. En uno de sus poemas decía que quería morir cara al mar. Y así murió. Frente a la divina calma del mar, en frase de Rubén Darío, en Torreguadiano, en las costas gaditanas, frente al peñón de Gibraltar, donde los monos nacen y también mueren.
Si es cierto que en la historia del protestantismo español han destacado muchas mujeres por su valentía, por su entereza, por sus gestas,
VIVIANA MARTÍNEZ fue una de ellas. Alguien dijo que la historia de una mujer siempre es novela. De VIVIANA podría escribirse varios tomos.
Nació en Villarrobledo, provincia de Albacete, en 1909. Allí contrajo matrimonio. Al estallar en España la guerra civil, en 1936, tenía 27 años. Tanto su marido como ella eran políticamente de izquierdas. Cuando la gente de Franco inició la búsqueda de rojos por casas del pueblo, uno de los primeros en ser fusilados ante las tapias del cementerio fue el marido. El corazón de Viviana se llenó de dolor, de rabia y de odio. Las dos mujeres, Viviana y la madre, dejaron aquella tierra que olía a muerte y se trasladaron a Sevilla. Aquí, la invitación de una amiga las llevó a la Iglesia que entonces se reunía en la calle Pedro de Cieza, pastoreada por José Martínez. Viviana, que ponía pasión en todas sus convicciones, decidió regresar a Villarrobledo para anunciar el perdón y la salvación en Cristo a quienes acribillaron al hombre de su vida. En el barrio donde alquiló casa hubo una revolución: “Ha vuelto la mujer del rojo, ahora es protestante”.
Viviana y la madre alquilaron una casa en la calle Tosca, dedicaron un espacio a un taller de punto, del que vivían, y otro espacio adecuado para celebrar reuniones en las que se predicaba el mensaje de salvación revelado en la Biblia.
¡Cuantos años de sufrimientos! Multas, cárceles, órdenes tajantes de expulsión, conminadas una y otra vez a abandonar el pueblo. Nunca lo hicieron. La madre murió, ella continuó en lo mismo. En una ocasión le pregunté: “¿Cuántas veces te encerraron?”. Contestó: “No lo sé, cuando no estaba presa me andaban buscando”.
Yo la conocí por aquellos años, hacia 1960. Desde entonces Villarrobledo, Viviana Martínez y la Iglesia que allí se estableció formaban parte de mi programa de viajes y trabajos. La quise. Era creyente sin sombras de duda. Muy espiritual. Apasionada de la evangelización. Me llevaba a predicar por los pueblos donde ella tenía contactos de personas a las que hablaba de Jesucristo.
Enfermó de cáncer. La trajimos a Madrid. La internamos en un hospital. Desde la cama hablaba de Jesucristo a las enfermeras y a quienes querían escucharla. Allí murió. Murió siendo feliz. La muerte que llega a un alma en paz no es un dolor, es un refugio temporal. Viviana Martínez murió tal como vivió, aferrada a su fe, esperanzada en Cristo, convencida de que la muerte es un renacer, nacer a otra vida.
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