Un barco me lleva desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife al puerto de Barcelona. Yo iba a la capital catalana invitado por
ERNESTO TRENCHARD para cursar estudios de la Biblia con él. Cualquier evangélico con la edad que yo tenía entonces se habría sentido privilegiado con tal honor, estudiar a los pies del gran maestro durante 90 días, solos él y yo, cuatro horas de cada mañana.
En el puerto catalán me esperaba TRENCHARD. Le acompañaban algunos miembros de la Iglesia donde servía como Anciano, en la calle Marqués del Duero, en el Paralelo. DON ERNESTO era inglés, con muchos años de servicio misionero en Barcelona y Madrid, siempre amado y protegido por su fiel esposa y eficiente secretaria, DOÑA GERTRUDIS. Él tenía una pierna amputada; aún así fui testigo de cómo se desenvolvía en autobuses y tranvías por las calles de Barcelona.
Me enseñó mucho y bueno de la Biblia aquellos tres meses y otros tres en el otoño de 1956. En la primavera de 1967 TRENCHARD y yo cruzamos algunas cartas en las revistas EDIFICACIÓN CRISTIANA y RESTAURACIÓN.
Los malpensantes de siempre interpretaron una ruptura de relaciones. ¡Jamás! Al mes siguiente de su muerte publiqué un largo artículo en RESTAURACIÓN, en el que entre otras cosas, decía: “Antes de las cartas y después de las cartas, en mi corazón has tenido un lugar importante”. Cierto. Ciertísimo.
ERNESTO TRENCHAD murió en Madrid el 19 de abril de 1972, a los 70 años, de los cuales casi 50 los había entregado al protestantismo español. Cuando la muerte fue en su busca no le importó que al cuerpo faltara una pierna, como tampoco se detuvo ante los ojos muertos de EMILIANO ACOSTA. Dicen que cuando la muerte se halla en presencia de hombres buenos da tres pasos lentos hacia ellos, dudando si llevarlos o no. Quienquiera fuera el padre de esta idea olvidó que la muerte no distingue entre buenos y malos, sólo sabe de seres vivos, de candidatos a la fosa.
Entre las personas que acompañaban a TRENCHARD en el puerto de Barcelona había dos matrimonios, uno de más edad formado por
CECILIA y FRANCISCO MOLINS y otro de menos años compuesto por
NURIA y JOSÉ BUSCATÓ. Del puerto fuimos a casa de los MOLINS y allí TRENCHARD presentó el programa que había preparado. Yo estudiaría con él cuatro horas por las mañanas y tres horas por las tardes con
FERNANDO PUJOL, Anciano en la Iglesia que entonces se reunía en la calle Pinar del Río, en la zona del Guinardó. Al mediodía comería en casa de los BUSCATÓ, la cena y el desayuno, con los MOLINS. Allí dormiría.
A NURIA no debo ignorarla en estos relatos, pero tampoco quiero escribir de ella porque aún vive, y aquí sólo trato de muertos, aunque vivir es estar a punto de morir cada día. “¡Viva la muerte!”, gritó el general Millán Astray en Salamanca el 12 de octubre de 1936. No, mi general, viva la muerte no, viva la vida. Y que NURIA siga en este mundo, de poder ser, por siempre jamás amén.
A JOSÉ lo traté poco. El no comía en casa a la hora que yo iba, sólo los fines de semana pasábamos algunas horas juntos. De la última vez que lo traté en vida conservo un recuerdo entrañable. Acabada mi etapa de estudios con TRENCHARD y PUJOL tomé un tren hacia Madrid. JOSÉ puso empeño en acompañarme hasta Zaragoza. “De paso veo el Pilar”, se justificó. Llegando a las puertas de la ciudad maña nos despedimos. El bajaba del tren y yo seguía. A pesar de los muchos años transcurridos no exagero si digo que aún siento en mi cuerpo el fuerte abrazo de despedida. “Soldados de mi vieja guardia, os digo adiós”, dicen que dijo Napoleón cuando se despedía en Fontainebleau de su guardia imperial.
El adiós a JOSÉ BUSCATÓ está durando mucho. Fue
BERNARDO SÁNCHEZ, amigo común, quien me comunicó su muerte.
Normal: Todo el que nace, crece, padece, envejece y muere. Entre una y otra etapa, como lo concibió en el siglo XVII Álvarez de Toledo, “Muere el alma cuando el hombre vive, vive el alma cuando el hombre muere”.
CECILIA y FRANCISCO MOLINS tenían su residencia en la calle Blasco de Garay, en el típico Paralelo barcelonés. El matrimonio había engendrado tres hijas, ningún varón. A las dos mayores, casadas, sólo las vi en contadas ocasiones. La más pequeña, del mismo nombre que la madre, 11 años entonces, convivía con los padres.
FRANCISCO y CECILIA eran dueños de dos puestos de carne en un mercado próximo. Dejaban la cama a las cinco de la mañana. FRANCISCO enganchaba un caballo a la carroza que cobijaba en el amplio sótano de la casa y los cuatro, caballo, hombre, mujer y mujercita se dirigían a la faena diaria en el mercado. Nunca lo pregunté, entendí que utilizaban la carroza para transportar la carne de algún lugar de mayoristas hasta los puestos del mercado.
Cuando me levantaba a las ocho de la mañana encontraba el desayuno dispuesto en la mesa. CECILIA no fallaba ni un solo día. Yo regresaba hacia las siete de la tarde. Madre, padre e hija estaban ya allí. Además, habían dormido la siesta. Llegaban a casa en torno a las tres, concluido el negocio de la mañana.
¡Cuánta alegría había en aquella casa! ¡Cada noche era una fiesta! Reíamos mucho, contábamos historias, hablábamos de viajes, jugábamos a dominó, chismorreábamos inocentemente de algunos miembros de la Iglesia. FRANCISCO era algo brutote, pero muy sano, noble, con una gran carga de ingenuidad para su edad. CECILIA, además de ser una mujer fuerte, trabajadora, emprendedora, era culta. Nacida y criada en Lérida no sé si fue el amor que la llevó a Barcelona o razones familiares. La pequeña, a quien llamábamos Cecileona, siempre tenía la risa entre sus dientes. Reía a todas horas, reía por cualquier cosa y por nada.
Los tres eran creyentes fieles, miembros practicantes en la Iglesia del Paralelo, donde TRENCHARD era uno de los líderes. Querían mucho al misionero inglés. Los domingos DON ERNESTO y DOÑA GERTRUDIS se unían a nosotros en la comida del mediodía. Esa comida que llega después del culto de la mañana –siempre la he temido- donde se habla del que predicó, del que oró, del que dirigió los cánticos, del sermón, de las oraciones, de los que faltaron y del Susum corda.
FRANCISCO MOLINS murió antes que CECILIA TARRAGÓ DE MOLINS. Creo que la muerte constituye en todo el mundo la primera causa de separación matrimonial. CECILIA vivió hasta acercarse a los 90 años. Yo la visitaba cuando podía, pero en sus últimos años se negaba a recibirme. No quería que viera a lo que había quedado reducida aquella mujer jovial, alegre, dinámica, que un día de marzo del año 1954 me dio la bienvenida en el puerto de Barcelona.
A poca gente gusta la vejez. Contrariamente a lo que algunos pensadores nos han hecho creer, la vejez no trae consigo la placidez de vivir. Nos desconsolamos al comprobar cómo los años huyen sin que la tranquilidad llegue. Una de las pocas alegrías que nos proporciona la vejez es poder revivir, vivir el pasado. Esto, cuando la vejez no se ve traicionada por la demencia senil.
Para nosotros, los cristianos, el premio en llegar a viejos consiste en que estamos a punto de alcanzar la eternidad soñada, la inmortalidad feliz, las moradas celestiales construidas de piedras preciosas y oro puro junto a un río resplandeciente como el cristal.
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