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Los Padilla, S. Vila, Z. Carles, y M. Valbuena

Mis amigos muertos (2)

En Tánger tuve dos buenos amigos, ambos líderes evangélicos; trabajaban juntos, pero eran muy desiguales: Antonio Padilla y Miguel Valbuena.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 04 DE NOVIEMBRE DE 2010 23:00 h

Existía en Tánger, en una zona residencial conocida como El Marshan, un complejo de varios edificios que pertenecía a misioneros ingleses. Lo llamaban Hope House, Casa de Esperanza. Allí funcionaba un hospital, que durante años fue de mucha ayuda a la población marroquí, y otras dependencias dedicadas a labores distintas. En un amplio jardín los ingleses construyeron una capilla dedicada al culto. Por Tánger apareció un pastor español llamado Pedro Padilla. Al estar casado con una inglesa entró pronto en contacto con los de la Casa de Esperanza. Este Padilla pertenecía a las Asambleas de Hermanos. Era muy trabajador. Pronto logró establecer una congregación de españoles, a los que reunía en el pequeño edificio cedido por los ingleses.

Hasta esa Casa de Esperanza llegó de la península Antonio Padilla, sobrino del anterior. Fue como una inyección de energía para la iglesia. Antonio era joven, muy versado en la Biblia, con ganas de trabajar. Por entonces lucía figura de hombrón. Colaborador y al mismo tiempo independiente, muy independiente. Jovellanos decía que nada vale tanto para el hombre como su independencia, y Antonio la mantuvo hasta la muerte. Independiente sí, lo fue siempre, pero entregado a su vocación espiritual, fiel al llamamiento que había recibido de Dios.

En Madrid vivía cuando por sus inescrutables designios Dios decidió o permitió o no quiso evitar su ceguera física. Porque ¿quién entendió la mente del Señor? Yo, no, lo he confesado en otras ocasiones. Ocurrió cuando viajaba en coche de Valencia a Madrid. Entonces notó los primeros síntomas. Llegó a casa. Pasaron días hasta que fue declarado ciego total. ¿Se le vino el mundo encima? Pues no. Continuó predicando en la Iglesia, fundó una entidad llamada “Nueva Luz”, viajó a países de América Latina para ayudar a ciegos y distribuyó miles de Nuevos Testamentos en Braille. Un día Dios lo llamó para darle una visión más brillante que la que le había arrebatado.

En la Iglesia que llevaban entre Antonio y su tío Pedro se integró hacia 1955 Miguel Valbuena. Originario de Galicia, se crió en Barcelona. Acudió a Tánger para trabajar con Ralph Freed en la emisora Trans World Radio, que entonces estaba comenzando su andadura internacional. Procedía de las Asambleas de Hermanos. Aunque asistía de vez en cuando a la Iglesia Bíblica de Tánger -donde yo predicaba- toda la familia, él, su esposa y sus dos hijos se inscribieron como miembros en la congregación donde laboraban Pedro y Antonio. Ya eran tres. Tres pastores para una iglesia que no llegaba a los cincuenta miembros.

Valbuena era un excelente predicador. Más apasionado en el púlpito que Padilla. También escribía. Publicó varios libros pequeños compuestos por textos escritos para la radio.

Pero… tres eran tres. Los conflictos entre ellos no tardaron en aparecer. Una tarde Antonio y Miguel se presentaron en la oficina que yo entonces tenía en la calle La Haya. Habían surgido algunas desavenencias entre ellos, creo que sobre la manera de llevar los cultos. Pobre de mí, yo era joven en edad y más joven en la fe. Mi incapacidad para ejercer de árbitro era evidente. Escuché a los dos, procuré quitar hierro a la discordia y acabamos orando los tres. En mi fuero interno yo daba la razón a Antonio Padilla, pero no se la quité a Valbuena, porque era la clase de persona a la que convenía tener como amigo. Porque como enemigo…

Miguel Valbuena estuvo el resto de su vida trabajando para la misma emisora, hasta su jubilación. Murió creo que cerca o pasados los 90 años en Barcelona. Ahora, en 2010.

Zacarias Carles era un hombre admirable. Así lo consideraba yo. Era catalán. En una época fue secretario de la Sociedad Bíblica en España. Derrochaba simpatía. El y otro catalán, Samuel Vila, decidieron unir sus destinos y sus proyectos en una obra de evangelización. Fue en 1948. Fundaron la Misión Cristiana Española, de donde un día surgiría la Federación de Iglesias Evangélicas Independientes de España. Dividieron el trabajo. Samuel Vila quedó en España apechugando con la faena. Todo el que se mueve es criticado por éste o por aquél. Vila lo fue mucho, pero a ver quién ha sido capaz de levantar en España tantas congregaciones y descubrir tantos dones pastorales como él.

Carles se instaló en Estados Unidos. Montó tres oficinas, en Toronto, Canadá; en Michigan y en Riverside, California. A estas oficinas llegaba dinero para costear todo el trabajo en España. Hasta que un día discutieron y cada cual tiró por su lado. Carles vino a España en 1956 en busca de un nuevo director para la Misión. Anduvo por Madrid y Barcelona. Aquí le hablaron de un joven en Tánger que estaba despuntando en el liderazgo evangélico. Era yo. No sé quiénes ni cuántos me elogiaron, pero Carles tomó un avión y me localizó en Tánger. Me expuso el motivo de su viaje. Quería que yo fuera el sucesor de Vila. El enano tras los pasos del gigante. Recuerdo que era septiembre, porque días después de salir él de Marruecos nació mi hija Yolanda Oneida. Lo pensé durante varios meses y finalmente acepté la propuesta.

Juntos recorrimos los lugares de España donde la Misión tenía iglesias, con algunas añadiduras geográficas. Cargué con esta carga ocho años. En el verano de 1964, después de un viaje a Estados Unidos y comprobar cómo funcionaban allí las representaciones de la Misión Cristiana Española, acudí a California, donde entonces estaba Carles, y le presenté mi renuncia. Irrevocable, le dije. Me aparté de la Misión, pero no de su director general. Aprendí a quererle. Descubrí en él que existe el hombre víctima del destino, o de las circunstancias, o de sí mismo, me da igual. Que en el intento de construir la vida y darle un sentido afrontamos multitud de factores externos; factores que no siempre dependen de uno mismo. De aquí la comprensión y la misericordia en los juicios, la importancia que tiene aceptar al otro tal cual es.

Yo sufrí una pasajera depresión cuando recibí carta de California en la que alguien había escrito que Zacarías Carles, el luchador, el benefactor de pastores en España, había muerto en una residencia para ancianos. Murió sólo, olvidado, sin una esquela, sin una llamada de teléfono de la madre patria, a la que dedicó muchos años de su vida. ¿Será ese el destino de todos los que un día nos arrodillamos para levantar a otros?
 

 


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