Los tiempos cambian rápidamente. El ayer sólo existe como una memoria de lo que fue. Y la memoria disminuye y acaba traicionándonos si no se la ejercita.
Soy consciente de que escribir en primera persona se presta a muchas interpretaciones. Quienes poco nos quieren o no nos quieren nada encuentran agujeros por donde clavar alfileres. No creo que sea egocentrismo ni vanidad lo que sólo pretende ser un movimiento del espíritu en el tiempo, un ejercicio de memoria que ya utilizó el filósofo francés Emmanuel Mournier a principios del siglo pasado y posteriormente lo harían Sartre y los existencialistas.
El argentino Alberto Cortés canta que cuando un amigo se va algo se muere en el alma.
Los amigos se van. Los enemigos también. Todos nos vamos sobre la nube de la muerte. Todos seremos muertos, como esos muertos a los que José Hierro rendía tributo como si fueran el símbolo de todos los nombres, de todos los muertos. Estas manos que escriben a bolígrafo azul sobre el blanco papel morirán y sólo serán recuerdos para unos pocos. Si pudiéramos parar el sol podríamos para la muerte. Ambas cosas imposibles. Nos iremos con la rabia que da el sentimiento de haber dejado todo a medias, a pesar de haber hecho tanto.
Pero
no todo se muere. Algo queda en el alma cuando un amigo se va; ¿algo, qué? Yo creo que depende del grado de amistad que en vida nos uniera al muerto. No se siente lo mismo la pérdida de un amigo a quien estuvimos unidos por lazos vivos del corazón que la de aquél otro amigo que sólo lo fue ocasionalmente.
En esta memoria de mis amigos muertos voy a distinguir cinco etapas: La etapa tangerina, la canaria, la catalana, la americana y la madrileña.
Mis recuerdos más lejanos llegan a
Peter Harayda. Lo conocí la primera tarde que entré a un local de culto evangélico. Le llamábamos don Pedro. Era de Nueva York. Practicante fervoroso del judaísmo en su juventud. Don Pedro contaba que hacia los 30 años lo ingresaron en un hospital de la gran ciudad estadounidense. Allí coincidió con una enfermera evangélica llamada Sara. Esta mujer le llevó al conocimiento de Cristo. Matrimoniaron y poco después viajaron como misioneros a Marruecos.
Don Pedro era un alma de Dios, pero nulo en el ministerio. Un corazón grande y una mente pequeña. Ahora bien, era un hombre de oración. Inmediatamente después de mi bautismo me convirtió en su pareja orante. Me tenía de rodillas hasta 60 minutos, orando los dos en voz alta. Yo era incapaz de desprenderme, tal era el respeto que le tenía. Después de la independencia de Marruecos en 1956 regresó a Nueva York. Un amigo lejano me dijo que había muerto de cáncer de próstata.
Rubén Lores, también misionero en Tánger, era lo opuesto a don Pedro. Lores era cubano. En su isla estudió seis años en el Seminario Los Pinos Nuevos. Una vez graduado quiso ampliar estudios en Estados Unidos. Lo hizo en el Instituto Moody, en Chicago. Allí conoció a una americanita muy poquita cosa, frágil, romántica, de gran sensibilidad, idealista y sentimental, de nombre Dana. Unieron sus vidas y se trasladaron a España. Lores tenía muchos proyectos en nuestro país. Expulsados por las autoridades de Franco, la pareja recaló en Tánger. Aquí Lores tuvo éxito entre los componentes de la colonia española. El cubano era joven, blanco, pelo ondulado, atractivo, muy elocuente en el púlpito.
Fue él quien me bautizó en Cristo. A don Pedro lo tomó como ayudante. El hombre hacía lo que podía.
El matrimonio entre la americana y el cubano creo yo que sólo funcionó la noche de boda. Eran muy desiguales. Lores consiguió establecer una Iglesia que tenía 70 miembros cuando la dejó. Cansado, amargado, aceptó el pastorado del Templo Bíblico en Costa Rica y se despidió de Marruecos. Allí se divorció de la americana y recasó con una mujer de Nicaragua. Hizo dinero como constructor de viviendas. Murió de cáncer de pulmón aunque no fumaba ni bebía.
Cuando yo llegué a Tánger en 1954 para suceder a Rubén Lores en el pastorado de la Iglesia, ejercía como interino
Ramón Fernández. ¡Gran hombre! Procedía de La Mancha. Había estudiado en la Escuela de Valdepeñas, donde misioneros ingleses como Buffard y Brown realizaron una labor extraordinaria.
Juntos compartimos el trabajo de la Iglesia Bíblica durante seis años. Era mayor que yo y en su experiencia me apoyaba. Humilde, afable, comprensivo, me dejaba hacer. Yo era la estrella que brillaba en el púlpito; él era el verdadero pastor de almas que visitaba, aconsejaba, vivía pendiente de cada oveja y curaba a los enfermos.
Cuando los españoles abandonaron Marruecos Ramón fue llamado a Santa Cruz de Tenerife para trabajar con la Iglesia que se reúne en el número 17 de la calle Alcalde Mandillo Tejera. Allí se trasladaron los cuatro miembros de la familia. No exagero si digo que Ramón desarrolló una labor impresionante en aquella Iglesia. Todos le querían. El y la única mujer que siempre amó, Paca, están enterrados en la capital tinerfeña, donde viven sus dos hijas, Ester y Nohemí. Están enterrados, pero no del todo. Queda un agujero del tamaño de sus cuerpos por donde volverán a la vida cuando escuchen la llamada del Maestro.
“Y Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacer esto?”.
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