Otra perla: “Romper la unidad católica en España sería tanto como romper su ligazón con la Historia, la literatura y la cultura; sería privarse del mejor apoyo para nuestro resurgimiento y prosperidad, y abrir una puerta a todas las sediciones e influencias extranjeras”.
Así pensaba Casimiro Morcillo, por entonces Arzobispo de Madrid, y así lo expuso en una conferencia sobre Balmes que pronunció en Vich (Barcelona), de la que dio cuenta el semanario EL ESPAÑOL en su número del 24 de julio de 1965.
¿Por qué palabras tan duras? ¿Qué objetivo perseguían? ¿A qué se referían?
Lo explico: por aquellos años se debatía en España la conveniencia o inconveniencia de una Ley sobre libertad religiosa que aliviara el clima de intolerancia existente en el país y que atropellaba los derechos de judíos, musulmanes y protestantes.
Para que el lector entienda el problema desde sus orígenes he de volver años atrás y recurrir al santo libro de la Historia. Pido paciencia.
Cuando la guerra incivil española estaba viviendo sus más dramáticos momentos, en 1937, el Duque de Alba, Jacobo Stuart Fitz James, quien funcionaba en Londres como agente oficioso del general Franco, prometió a un miembro del Gobierno inglés, Lord Phillimore, que en la España de Franco habría completa libertad religiosa.
No. No la hubo. Ni libertad ni completa.
Tuvieron que pasar ocho años para que se publicara una tímida y muy limitada Ley protectora de la libertad religiosa, el Fuero de los Españoles, una de las siete leyes fundamentales promulgadas en España durante el franquismo. Ocurrió el 17 de julio de 1945. En su artículo sexto, el Fuero decía literalmente: “Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica”.
Al texto, que tuvo consecuencias negativas para el Estado y para los protestantes, se presentaron tres objeciones principales, no únicas.
Primera objeción: El Fuero no se promulgó pensando en beneficiar a los protestantes españoles; se hizo teniendo en cuenta a los protestantes extranjeros residentes en España. Así se dijo en una conferencia de obispos celebrada en Madrid en mayo de 1964. En el comunicado emitido al final de la conferencia se leía: “Si en el artículo 6 del Fuero
hemos introducido algunos elementos de tolerancia de cultos disidentes, ello se debe a los extranjeros residentes en España”.
Segunda objeción: a los protestantes sólo se les autorizaba el culto en el interior de sus locales. Cuando en un domicilio particular se reunía un grupo para orar, cantar o estudiar la Biblia, el máximo de asistentes que se permitía era de 20. Si pasaban de este número la multa era segura y la cárcel probable. Las mentes que redactaron el Fuero tenían la intención de oprimir, ahogar, asfixiar cualquier actividad externa de los protestantes, aunque tuviera lugar a la puerta del templo.
Tercera objeción: La disfrazada tolerancia que el Fuero proclamaba en el artículo 6 quedaba sujeta a la interpretación de las autoridades religiosas locales. Un obispo de Bilbao aplicaba la Ley con algún sentimiento de tolerancia y otro de Valencia se amparaba en la misma Ley para negar a los protestantes hasta un vaso de agua. El cura de Montejurra de arriba permitía una reunión de jóvenes ante la puerta del templo en día de culto dominical y el cura de Montejurra de abajo tocaba trompeta a guerra llamando a los suyos a disolver como fuera el grupo de herejes.
El Fuero de los Españoles no logró convencer a las potencias occidentales. El 12 de diciembre de 1946 la Organización de Naciones Unidas condenó al régimen español por no respetar “la libertad de palabra, de opinión y de religión”.
Esta condena dolió al Gobierno de España. Pero le hizo más daño la actitud firme e inamovible de Harry S. Truman, presidente de Estados Unidos desde abril de 1945 a enero de 1953. Truman era protestante de arraigadas convicciones. Cuando su secretario de Estado George Marshall organizó en junio de 1947 un plan de ayuda norteamericano para reconstrucción de potencias europeas damnificadas por la guerra, conocido como el Plan Marshall, ordenó específicamente a éste que dejara a España fuera de la ayuda. Años después, en 1952, Truman se opuso al ingreso de España en la Organización del Tratado Atlántico. La razón de estas exclusiones la basaba Truman “en las interminables demoras del Gobierno español en conceder la libertad religiosa”. Creía Truman que la religiosa era “la primera de las libertades fundamentales”.
Estas y otras oposiciones de Inglaterra, Francia, Alemania, Suiza, Bélgica, perjudicó más que benefició a los protestantes españoles. Porque el régimen restringió aún más la endeble tolerancia y endureció las penas contra los protestantes, defendiendo a ultranza los principios del Movimiento.
En febrero de 1957 Franco procede a una remodelación del Gobierno y nombra ministro de Asuntos Exteriores a Fernando María Castiella. Hasta entonces, la presencia política de Castiella en el Régimen había sido intensa e importante. Procedente de la Democracia Cristiana, Castiella era católico sincero, practicante, un vasco de gran cultura internacional, respetuoso con los derechos de los demás. En sus relaciones obligatorias con dirigentes de la política y la diplomacia en Europa y en otras partes del mundo, Castiella tenía que hacer frente de continuo a las quejas que se le hacían sobre la situación marginal de los protestantes españoles y la urgente necesidad de una Ley que regulara sus derechos.
En parte por estas y otras razones propias de su cargo y en parte también por convicción personal, por una cuestión de conciencia, porque como persona lamentaba el tratamiento injusto de que eran víctimas los protestantes, Castiella formó un equipo que bajo su dirección redactara un proyecto de Estatuto favorecedor a la minoría protestante.
La primera noticia pública que tuvimos los españoles de este Estatuto llegó de Estados Unidos. El entonces embajador de España en aquél país, Antonio Garrigues, pronunció el 27 de julio de 1962 una conferencia en el Club Nacional de prensa en Washington. Allí estuvieron 250 periodistas que representaban a las más acreditadas agencias, periódicos, radio y televisión de España, Estados Unidos y otros países. Al llegar el turno de preguntas, un periodista norteamericano quiso saber qué pasaba con la libertad religiosa en España. Fue entonces cuando el embajador Garrigues aclaró: “Yo creo en la libertad religiosa. Yo soy católico, pero reconozco que en España hemos cometido un error contra los protestantes. No obstante, puedo asegurarle que estamos tratando de remediar esta situación y de dar a los protestantes españoles los estatutos que desean”.
Era exactamente la línea impuesta por Castiella.
Al día siguiente la noticia estaba en todos los medios españoles. Hubo alegría no sólo en los protestantes, igualmente en todos los amantes de la libertad y de los derechos humanos.
No toda la jerarquía católica recibió con amargura la noticia que conocía desde años atrás. Unos aprobaron la medida, a otros les dejó indiferentes, algunos pocos, pero muy influyentes, se opusieron al proyecto Castiella desde los púlpitos, mediante libros, artículos y, con furia personal, en los debates que tuvieron lugar en el pleno de las Cortes.
Puesto que el tema lo requiere, será ampliado en un próximo artículo.
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