Yo no escogí la aventura que voy a relatar. Me escogió ella a mí, sucedió sin buscarla ni esperarla, un capricho del azar.
En septiembre de 1967 asistí al III Congreso de Comunicaciones Evangélicas, donde hablé de literatura y de la situación marginal de los protestantes en España. Tuvo lugar en la Colonia Vacacional de Huampani, en el pueblo de Chaclacayo, a 31 kilómetros de Lima, en Perú.
Director del Congreso fue el español Juan González Massó. Acudieron unos 300 dirigentes de diferentes denominaciones que trabajaban en la América hispana y en los Estados Unidos. Todos ellos relacionados con la literatura, la radio y la televisión. Otro español presente fue el escritor y pastor Samuel Vila.
La última noche en Perú fue para mí memorable. La noche de la aventura. Me sentía preso. Había estado casi una semana aislado en aquél centro vacacional, discutiendo técnica de literatura, métodos y proyectos nuevos. Era lo mío, pero me encontraba perdido entre tanta gente que iba y venía en el limitado espacio reservado al evento. Me urgía la necesidad de un cambio. Quería contactar con gente del pueblo, preguntar, hablar, curiosear, como hago siempre que el tiempo me lo permite. Soy animal extrovertido y lo estrecho me desplaza.
Tomé un taxi y a las siete de la tarde, cuando Lima empezaba a iluminarse con luces de colores, me encontré en el centro de la capital. Anduve sin rumbo fijo durante un tiempo, mezclándome con la gente. En la plaza de San Martín había un mitin político. Llegué hasta la plataforma del orador, pero bien pronto descubrí que aquello no me interesaba. Yo buscaba algo humano, porque de palabras estaba bien lleno por aquellos días.
Mi estrella, mi curiosidad o Dios, no sé qué ni quien me condujeron hasta el lugar preciso. La Plaza Manco Capac, también conocida como Plaza de la Victoria, donde se alza una imponente estatua de 7 metros que representa al fundador del Imperio Inca, Manco Capac.
Sobre el amplio círculo de la plaza yacían 1.200 mineros. Habían llegado hasta allí de los pueblos mineros del interior en una marcha de protesta por el bajo salario; querían aumento de sueldo. Como los propietarios de las minas no les hacían caso, decidieron marchar hasta la capital. Tardaron nueve días en llegar, caminando a pie por los abruptos senderos de los Andes. Allí estaban, con los pies hinchados, los labios cortados por el frío, las ropas rasgadas, con hambre en el estómago y frío en el cuerpo y en el alma. Allí estaban como un espectáculo público, muchos de ellos con sus mujeres y sus hijos, en idénticas condiciones de miseria. La Prensa había hablado de ellos. Pero poco caso se les había hecho.
Anduve entre aquél enorme grupo de seres entristecidos. Mi alma chorreaba indignación. Me sentía empequeñecido, avergonzado de mi traje bien cortado y de mi cuerpo caliente.
Tras hablar con varios de los mineros, tomé una decisión: Un taxi me llevó a una estación de radio. Era Radio Pacífico. En las ondas tenía un programa musical. Sólo un hombre cuidaba la emisora a aquella hora de la noche. Le pedí que me dejara hacer un llamamiento a favor de los mineros. El no tenía atribuciones, pero consintió en darme el teléfono del director de la emisora, que afortunadamente se hallaba en su casa. Me costó convencerle, pero me autorizó a interrumpir el programa musical y a hablar cinco minutos. Hablé quince.
Puse bien claro que las razones políticas o sindicales de los mineros no eran de mi incumbencia, que lo que urgía era el problema humano, que era preciso resolver aquella misma noche. Mi voz y todo mi cuerpo temblaban de una manera desconocida para mí.
Abandoné la emisora y me trasladé rápidamente al lugar donde estaban los mineros. La gente empezaba ya a afluir en número elevado. Traían ropa, comida, medicamentos, dinero, hasta tratados evangélicos. Inmediatamente nombramos una comisión y frente a dos tiendas de campaña levantadas por la Cruz Roja fuimos recogiendo los donativos. La gente seguía llegando con auxilio de todas clases. Algunos se llevaron a mineros a sus propias casas. Yo aproveché la situación para dar también comida para el alma. Entre los muchos que acudieron había un buen grupo de protestantes. Yo había dicho por radio quién era y de dónde era. Quería evitar cualquier equívoco.
Todo iba bien hasta que llegaron dos curas españoles. “Aquí no queremos protestantes”, fue el saludo de uno de ellos al acercarse a mí.
Me cogió el cabreo. ¿Por qué ellos no habían acudido antes a resolver el problema humano? ¿Dónde estaban, en sus parroquias? Allí habrían continuado si no hubieran escuchado mi llamamiento a través de Radio Pacífico.
Todo esto les dije y se armó. “Estas personas con católicas y usted no tiene nada que hacer aquí”, fue la respuesta que obtuve.
Entonces intervinieron los mineros, que nos rodeaban en gran número.
-“Nosotros estamos con los padrecitos”, gritaban unos.
-“Nosotros somos evangélicos”, decían otros.
Llegó un pentecostal con una furgoneta grande. Era alcalde de no recuerdo qué pueblo cercano. Había escuchado mi llamamiento por radio. Con palabras serenas, se acercó a mí.
-“No discuta con los curas, hermano. Mantenemos una lucha continua con ellos aquí en Perú. Dominan a la población indígena”.
La porfía entre católicos y protestantes fue interrumpida por la llegada de grandes camiones enviados por el alcalde de Lima. Recogieron a los indígenas y, según me contó uno de los policías asignados a los camiones, les habían dado órdenes de llevarlos a cuarteles militares que estaban vacíos, donde les darían de comer y dormirían durante las noches que estuvieran en la capital. Mi llamada a través de la radio despertó muchas conciencias. Al día siguiente leí en la prensa varios comentarios sobre lo sucedido. Citaban a “un periodista español que se involucró en lo que nosotros no contemplamos como urgente”. El alcalde actuó rápido con el envío de camiones cuando a aquella hora de la noche le comunicaron lo que estaba sucediendo en la Plaza de Manco Capac. Temía a los periodistas, que ya habían llegado.
El otro alcalde, el pentecostal, el que había intervenido en mi enfrentamiento con los curas, recogió a doce mineros, mujeres y hombres. A seis de ellos los hospedó en un hotel. A los otros seis los llevó a su propia casa. Todos eran evangélicos. Recorrió los más de treinta kilómetros que me separaban de la colonia Huampani y me dejó en la entrada. Despertaban los gallos con sus pequeños y monótonos cantos. El sol rompía la madrugada dispuesto a iluminar el nuevo día.
La actitud de los curas católicos ante el intruso protestante era normal en ellos. En Guinea Ecuatorial, en el norte de Marruecos, en la América hispana, en Filipinas, en todos los países donde España estableció sus plantas, la Iglesia católica impuso un poder paralelo. Un dominio exclusivo y excluyente.
Para el catolicismo, más en aquellas repúblicas que en los países europeos, la autoridad de Dios estaba física y automáticamente en la autoridad de “la” Iglesia. Sólo ella representaba a Dios. Sólo ella podía hablar en nombre de Dios. Con esta doctrina dominaba las conciencias y se enseñoreaba de los pueblos, esclavos del clero. Resultaba patético ver a criaturas miserables, sucias, andrajosas, arrodilladas en un suelo de piedra, escuchando a un cura español hablando en latín. En los villorrios indios de las montañas y en las grandes ciudades europeizadas, el cura y el obispo estaban siempre junto al gobernante, que con frecuencia era el tirano.
La América hispana nunca fue cristiana. España catolizó, no cristianizó aquellos pueblos. La religión era tan sólo el marco importado de la madre patria, las imágenes, la idolatría, las supersticiones, el Cristo muerto que Machado cantó en la Saeta, siempre clavado en la cruz, vitoreado por miles de adoradores ciegos, como ocurre en Lima cuando sacan en procesión la imagen llamada “el Cristo de los milagros”.
Aunque muchas repúblicas del continente han logrado separar la Iglesia católica del Estado, la medida no ha disminuido el poder político de los señores cardenales, obispos, embajadores del Vaticano y curas de aldeas. He viajado por veinte países de lo que se llama América Latina y por todas partes he comprobado el dominio absolutista que ejerce la iglesia de Roma. Aunque la situación está cambiando algo. Esa América Latina, con más de 400 millones de personas, cuenta ya con 50 millones de evangélicos. Pero, contrariamente a lo que algunos creen, esto no preocupa al Vaticano. Podrán salir de “la” Iglesia hasta dejar los templos vacíos –cosa que no ocurrirá- pero la jerarquía seguirá ostentando el poder religioso, político, social y económico. Es lo único que le interesa.
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