La noticia estaba fechada en su capital, Tokio.
Un hombre de 29 años identificado como VanDame Hirakota, nombre que responde a un seudónimo, se aposta cada tarde en una céntrica estación de Metro en el área metropolitana de la capital. Un gran cartel, que no pasa desapercibido, dice simplemente: “te escucho”.
Hirakota es un profesor particular que quiso ser actor. Despedido de una compañía de teatro, se le ocurrió distraer al público con sus ocurrencias en un improvisado escenario callejero.
Cuenta que hace ya tres años, al mirar al auditorio, advirtió que muchos espectadores preferían ser escuchados a oír sus cosas. Esto le hizo cambiar de trabajo. Se convirtió en lo que él mismo llama “escuchador”.
Las personas acuden a él para abrirle el corazón y exponer sus problemas.
Kirakota no da consejos. Se limita a escuchar, eso es todo. Dice que ha puesto sus oídos a disposición de unas 12.000 personas, a un ritmo de 100 por semana. Ha escuchado a hombres de negocios, empresarios, profesores, obreros manuales, monjes budistas y hasta psicólogas. No cobra nada. Ni admite donativos. Escucha gratis.
Dedica varias horas diarias a este tipo de ayuda al prójimo, generalmente en los atardeceres.
La noticia añadía que Hirakota no es el único. En las calles más concurridas de Tokio se han instalado escuchadores voluntarios que tratan de aliviar un padecimiento del alma humana que aumenta sin cesar en las sociedades opulentas: la incomunicación.
La falta de comunicación nos está convirtiendo en estatuas de mármol. Hemos reducido la existencia a cuestión de músculos, nervios, huesos y materia pura, átomos perecederos. Nos hemos tecnificado, industrializado, hemos progresado en la escala social, pero nos morimos de soledad interior.
Nos hemos convertido en una sociedad de solitarios, aunque la frase pueda parecer que lleva aparejada una contradicción. Estamos solos en medio de la multitud. No tenemos quien nos escuche. Ni en el trabajo, ni en la casa, ni entre los amigos.
Tenemos a gente por encima de nosotros, por debajo de nosotros, pero casi nadie a nuestro lado. Queremos hablar, tenemos cosas que decir, nos urge vaciar el corazón lleno de inquietudes, pero nadie nos oye. No hay tiempo.
¿Qué otra cosa nos enseñan tantos programas de debates en las cadenas de televisión? Todo el mundo quiere hablar. Nadie escucha a los demás. Lo que está llamado a ser comunicación se convierte en un murmullo de grillos enloquecidos.
Abundan los habladores.
Escasean los escuchadores.
Y la nueva moda que nos ha caído encima: Queremos información sobre vuelos aéreos, decir que nuestro canal digital no funciona, preguntar por qué ha subido tanto la factura del teléfono, pues nada. No hay forma de hablar. Siempre la máquina. La maldita máquina – “apriete el uno, ahora marque el 7, introduzca sus datos personales, exponga su problema...”. Lo que de verdad queremos, lo único que queremos es hablar con alguien que nos atienda, oír voz de persona. Pues no hay manera.
Y en las iglesias, ¿no estamos también necesitados de personas como el señor Hirakota, que sólo se dediquen a escuchar? El hombre moderno, como afirman Wolfe y Fromm, está esencialmente solo, incapaz de valerse por sí mismo. En esa soledad los cristianos hemos de estar ahora más presentes que nunca.
Si quieres comentar o