Téngase en cuenta, de paso, que yo no escribo para católicos. Son retazos de una historia que ofrezco a mi pueblo protestante. Por ser una historia vivida no pueden cultivarla en los libros. La dejo escrita antes de que la entierren con mi cerebro muerto, cuando aquí haya pasado todo y allí no haga falta, pues la historia que cuento ahora ya está escrita en el Libro de la Vida del Cordero.
Agradezco las cartas, pero no se molesten en defensas ni en ataques. No responderé. No entro al trapo. No quiero polémica. Tampoco creo que este mi sencillo trabajo de cronista la merezca.
Trato aquí de la censura a la que era sometida la literatura protestante cuando lograba llegar hasta las alturas ministeriales. Los Metropolitanos españoles, en una Instrucción Pastoral publicada el 25 de julio de 1950, se referían a la literatura publicada por “los enemigos de la verdad” (los protestantes) y nos regalaban estas delicadas frases impregnadas de amor cristiano: “Hay católicos que piensan es una buena táctica de combate mostrarse condescendientes y comprensivos con los enemigos de la verdad para atraerlos así al buen camino. Pero una cosa son las personas, con las cuales siempre se ha de tener gran consideración, y otras sus errores y extravíos, y el peligro que éstos envuelven para las almas”.
Los metropolitanos quedaron con fiebre cuando redactaron este párrafo. ¿Acaso se puede separar la creencia de la persona que la profesa? Si no hay consideración por las ideas, ¿cómo puede haberla para quienes las mantienen y las propagan? El simple escrito protestante estaba considerado como lazo para cazar almas de españoles. Había que impedir su difusión. Como fuera.
El ingeniero vasco Fosa Bayarri publicó en 1951 un libro titulado “Protestantismo”. En la página 162 abrazaba la postura de los obispos y nos dedicaba este cariñoso párrafo: “Tolerancia para las personas de creencias protestantes es el pensar de los católicos españoles, como lo pide la caridad cristiana; pero intolerancia para sus doctrinas que se consideran un mal del entendimiento, por ser erróneas, y cuya difusión no se debe favorecer, sino todo lo contrario”.
Precioso: ¿Quién dice que el inquisidor Torquemada estaba muerto en la segunda mitad del pasado siglo? A nosotros se nos toleraba por caridad, a falta de esa supuesta caridad se nos habría mandado ahorcar. En cuanto a la literatura que comunicaba nuestra doctrina no se la debía favorecer, sino todo lo contrario. Lo contrario de favorecer es desfavorecer. Este verbo transitivo indica contradecir, hacer oposición a una cosa. Y vaya si la hacían. Al enemigo ni agua. El enemigo éramos nosotros, los protestantes, y nuestra literatura, terrible peligro y ponzoña para la pureza del alma española.
Andrés Sopeña, en un delicioso libro titulado “El florido pensil”, obra que fue llevada al cine, cuenta en clave de humor la férrea censura que imponía la Iglesia católica de la posguerra en todos los órdenes de la vida española, especialmente en la literatura, hasta en los inocentes libros escolares y en los tebeos. Preguntado por el periodista Miguel Gómez qué persiguió al escribir el libro, Sopeña contestó: “Recordar al personal que eso pasó aquí, no hace mucho tiempo, que así de ridículo puede llegar a ser un sistema totalitario y, sobre todo, llamar la atención para que no os olvidéis, no os olvidéis, no os olvidéis”.
Recordar el pasado y evitar el olvido es también el sentido de estos trabajos míos.
Aquél año de 1956 fue, por varias razones, nefasto para los protestantes españoles. Aumentó la persecución, fueron cerrados varios locales de culto, se extremó la vigilancia sobre nuestras publicaciones, que eran pocas y humildes. Dos revistas protestantes que se publicaban en Barcelona, “El Camino” y el “Eco de la verdad” fueron suspendidas por orden de la censura. Los curas que estaban detrás de la injusticia no dieron la cara; las autoridades civiles alegaron que las revistas se suspendían por no estar dirigidas por periodistas profesionales. ¿Cómo podían estarlo, si a los jóvenes protestantes se les impedía estudiar periodismo en la Universidad?
El 10 de julio de 1962 Manuel Fraga Iribarne fue nombrado por Franco Ministro de Información y Turismo. Tenía entonces 40 años. Permaneció en el cargo siete años, hasta el 29 de diciembre de 1969. Fraga, falangista del ala liberal, estaba muy unido a la Iglesia católica. En su ministerio estructuró un equipo de sacerdotes radicales que eran los encargados de censurar las publicaciones que llegaban, especialmente las de escritores protestantes.
Cuando un autor, un editor o una iglesia quería publicar con las licencias legales un folleto o un libro, tenía que enviar cinco ejemplares a la Comisión de Defensa. Su secretario ejecutivo, José Cardona, los presentaba a la censura clerical en el ministerio de Fraga. Si el censor entendía que el contenido era inocente, estampaba un sello aprobatorio y señalaba la cantidad de ejemplares que se podían imprimir. Si el material escrito ofrecía dudas al censor, el libro quedaba depositado en el ministerio hasta ser revisado.
“Sin el sellito, Monroy, todo lo que publiquen nuestros hermanos es ilegal”, me decía Cardona.
Exactamente: el 18 de julio de 1963 recibo en mi despacho de Tánger una llamada a cobro revertido. Era José Cardona, mi amigo del alma, siempre tan ahorrativo. Con voz que denotaba la alegría del corazón me gritó: “Felicítame, Monroy, he conseguido que pongan el sellito a ocho libros importados por la librería Victoria, de Madrid. Esto es un triunfo. Parece que se nos están abriendo las puertas de la censura”.
No era así, pero se tenían esperanzas. Los libros autorizados eran pequeños tomos de puro contenido espiritual.
He de dejar constancia aquí de una nota positiva. En 1965 me trasladé de Marruecos a España. En 1966 inicié la publicación mensual de una revista de 30 páginas con el título de RESTAURACIÓN. No me fue posible encontrar imprenta en Madrid. Ningún impresor quería arriesgarse a publicar una revista protestante. Recurrí a mi amigo de Barcelona, Rafael Serrano, el mismo que lanzó una edición clandestina de mi libro EN DEFENSA DE LOS PROTESTANTES ESPAÑOLES unos años antes. Serrano aceptó. Yo redactaba la revista en Madrid y enviaba los originales a Barcelona. En Madrid, ingenuo yo, distribuía los ejemplares de la revista por diferentes buzones, sin caer en la cuenta de que todos iban a parar a la central de Correos.
Dos años después asistí a una charla y cóctel para escritores y periodistas que tuvo lugar en el Hotel Palace, de Madrid. Habló Fraga Iribarme. Un enorme libro estaba abierto sobre una mesa para que firmaran en él quienes lo desearan. Yo estudiaba los movimientos de Fraga. Cuando vi que se dirigía al libro, me adelanté. Escribí mi nombre con letras grandes, como las de Pablo a los gálatas, y ofrecí mi pluma Parker al ministro. Tuvo que firmar debajo de mi nombre. Mirándome con indiferencia, preguntó:
-¿Es usted Juan Antonio Monroy?
-Sí, señor ministro. Aprovecho esta coyuntura para decirle que tres veces me he dirigido a su ministerio solicitando la inscripción de una revista, RESTAURACIÓN, y no he recibido respuesta.
-Tampoco hemos ordenado la suspensión, respondió fríamente devolviéndome la pluma.
Aquella noche dormí tranquilo. Yo era un “tolerado”. En el ministerio de Información y Turismo conocían la existencia de RESTAURACIÓN. Y no me la prohibían.
Monté una pequeña imprenta en Madrid y desde aquí, con toda libertad, sin llevar los originales al ministerio, porque entonces se trataba de una publicación clandestina, continué publicando RESTAURACIÓN. En 1970 se me concedió autorización legal y ya respiré más tranquilo. Estuve publicando RESTAURACIÓN y la revista infantil PRIMERA LUZ hasta 1985. Luego vendría ALTERNATIVA 2000 y después VÍNCULO.
En este ámbito de la censura religiosa la Iglesia católica avasallaba a los protestantes, erigiéndose en árbitro incontestado de los criterios de lo permitido y lo prohibido. Cuando una religión, apoyada por el poder político se considera en posesión de una verdad total, exclusiva y excluyente, tal cual es el caso de la Iglesia católica, los disidentes son luciferinos comisionados por el maligno para difundir al mal. Por tanto, hay que anularlos con los métodos de la época e impedir a toda costa su literatura. Para esto estaban los curas censores en la España del Nacionalcatolicismo, aquellos curas que decían a los españoles lo que podíamos leer y lo que no podíamos ni siquiera ojear.
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