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Enterrados en corrales

La España que he vivido (XVII)

“En el corral no, señor Monroy. No quiero que se entierre a mi mujer en el corral”. Ocurrió en Villarrobledo, provincia de Albacete.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 02 DE JULIO DE 2009 22:00 h

Corría el mes de marzo 1970. Fui llamado a Villarrobledo para oficiar el entierro de una anciana de la congregación que había fallecido. Ella y su esposo, también de muchos años, eran los únicos convertidos en una larga familia. Llegada la hora de dar sepultura al cadáver me encontré entre la espada y la pared. La iglesia me pedía que al ser la muerta miembro de la misma, la ceremonia debía ser según nuestra costumbre y ella enterrada en el cementerio civil.

Allí no había cementerio civil. Lo que llamaban tal era un rincón del cementerio municipal donde se vertían los escombros. El cura decía que de ser enterrada junto a los muertos católicos la ceremonia fúnebre tenía que ejercerla él. Aceptábamos esto o el cadáver iría al corral.

Los familiares de la muerta, todos católicos, decían que al cementerio municipal. Los evangélicos sostenían que al civil. El esposo, que conocía bien los cementerios, casi se arrodilla ante mí, los ojos bañados en lágrimas: “Al corral no, señor Monroy. No quiero que se entierre a mi mujer en el corral”.

Le dimos el cuerpo muerto a los familiares y al cura. Cualquier cosa antes que tener que excavar la fosa entre la basura del pueblo, pues eso era el corral, un basurero. “No se preocupe –dije al afligido esposo-. Será enterrada en el cementerio católico. Toda la tierra es tierra”.

En años anteriores, allá por los cincuenta y sesenta, muchos protestantes fallecidos fueron enterrados en los corrales de los cementerios, especialmente en pueblos pequeños. Yo solía informar de estos casos en las publicaciones que periódicamente editaba: LUZ Y VERDAD, LA VERDAD, RESTAURACIÓN. Cuando lancé ALTERNATIVA 2000, que se estuvo publicando desde 1990 hasta 1999, esos problemas ya no se daban.

Al corral donde querían enterrar a la anciana de Villarrobledo fueron otros muertos protestantes, en otros pueblos y ciudades. En carta de diciembre 1967 el pastor Ángel Codejón me escribía así: “En el pueblo de Algezares, provincia de Murcia, se ha producido un triste incidente que muestra hasta qué grado algunas mentalidades se resisten al reconocimiento de los derechos humanos y a los principios de libertad religiosa contenidos en la Declaración conciliar y en la legislación española.

“El domingo 14 de enero falleció en el pueblo citado doña María Lorente Guirao, miembro de una congregación cristiana en la localidad de referencia. Dos horas después me personé ante el cura párroco y le comuniqué el deseo de la familia de la difunta de que ésta fuera enterrada en el cementerio de Algezares. El sacerdote contestó que en aquél cementerio nada había previsto para muertos no católicos, por lo que pedí permiso para que fuera enterrada en el cementerio católico. A esto contestó el señor párroco que no podía hacerlo sin una orden de su superior.

“El lunes 15, a las 10 de la mañana, me personé en el palacio arzobispal de Murcia y expuse el caso. Dos horas y quince minutos más tarde me fue entregado el siguiente oficio, que contiene un membrete en la parte superior izquierda, donde se lee: “El Pro-Vicario General del Obispado”, “Diócesis de Cartagena”, “MURCIA”.

“El texto del escrito decía: “Nos, Lic. D. Pedro Pérez García, Provicario General del Obispado de Cartagena, por el presente, decretamos:

“Habiéndose comunicado por el Rvdo. Sr. Cura Párroco de Algezares la muerte de Dña. María Lorente Guirao, que tenía residencia en dicho pueblo y que públicamente estaba afiliada a la comunidad cristiana “Adventista del 7º día”, sin que conste que haya dado señales de arrepentimiento o hecho abjuración de la religión que profesaba y conversión a la verdadera religión católica, en cumplimiento de lo que dispone el canon 1240/1º, 1º, por el presente comunicamos al Revdo. Sr. Cura Párroco de Algezares que no proceda a dar sepultura eclesiástica al cadáver de dicha difunta, que debe ser enterrada en el apartado especial que en el cementerio católico hay destinado para aquellos cadáveres que no pueden recibir sepultura eclesiástica.

Así lo ordenamos por éste nuestro Decreto, dado en Murcia, a quince de enero de mil novecientos sesenta y ocho”.

Ante tal situación y teniendo en cuenta lo avanzado del tiempo no tuve otra alternativa que la de aceptar “el apartado especial”, dentro del cementerio católico y dar sepultura al cadáver. Se trata de un lugar ruinoso, indecente, dedicado al amontonamiento de la basura del cementerio, que sólo mide tres metros por siete, es decir, veintiún metros cuadrados. En este auténtico muladar ha habido que enterrar a la muerta protestante, porque así lo ha dispuesto el Vicario General del Obispado de Murcia”.

Esto ocurría siete meses después de que las Cortes aprobaran la Ley de libertad religiosa. Algunos obispos, como el de Murcia, se aferraban con tenacidad a los privilegios de la Iglesia. Ellos y sólo ellos eran los elegidos del Señor, los intermediarios entre el cielo y la tierra, representantes de las leyes del alma, mientras que el Estado era sólo materia y carne al que no siempre había que obedecer. Esta posición de privilegio ha lisonjeado desde siempre la jerarquía católica y se entiende que haya luchado con energía y pasión por conservarla.

Antonio Gálvez me envió en julio 1968 esta crónica desde Tarrasa:

“En Vila de Cans, cerca de Barcelona, en el bloque 26, falleció la señora doña Melchora Ruiz Barrionuevo, que en vida profesaba la religión cristiana evangélica. Para dar sepultura a su cuerpo acudió un buen número de hermanos en la fe. De San Baudilio llegó el pastor señor Monells y de Tarrasa el pastor don Sixto Paredes, acompañado de otros miembros de la Iglesia, entre quienes me encontraba. El señor Monells se entrevistó con el alcalde del pueblo para que permitiera el entierro civil; al principio hubo cierta reacción contraria por parte de la autoridad legal, pero al mostrarle el pastor lo que dice el texto de la Ley sobre Libertad Religiosa acerca de los entierros civiles, no tuvo más remedio que ceder. “Veremos lo que puede hacerse” fueron sus palabras. Y lo que se hizo fue realmente vergonzoso.

En Vila de Cans había un cementerio católico con una puerta amplia para la entrada de las comitivas fúnebres. Junto al cementerio católico existía una casa medio en ruinas, con una puerta estrechísima, casi sin techo. Los sepultureros usaban esta casa para guardar las herramientas. También servía a veces de gallinero. Estaba abandonada, sucia, una verdadera pocilga. Pues bien, fue aquí donde el señor alcalde ordenó la construcción rápida de un nicho para ser enterrado el cadáver de la hermana fallecida. A todos los presentes se nos encogió el corazón. Para nosotros, el que ha muerto muerto está y nada se puede hacer por él. Sólo Dios tiene en sus manos el destino eterno, pero los que aquí quedamos también tenemos sentimientos y nos dolemos por estas muestras de discriminación religiosa. Los familiares quedaron profundamente doloridos, tristes, con rabia en el alma al ver el cadáver de la querida anciana enterrado en un inmundo estercolero. Si en un país protestante hicieran algo semejante con un muerto católico, hasta el Papa protestaría. Aquí se hace, se repiten los casos, y nadie remedia nada. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo va a terminar esta vergonzosa discriminación religiosa que alcanza incluso a nuestros muertos?”.

En febrero 1970 fui llamado a Lérida. En un pueblo de la provincia, Montolíu, un joven de diecisiete años, miembro de la Iglesia en Lérida, cayó a uno de los canales que riegan la huerta leridana y desapareció. Días después fue encontrado su cadáver en el término de Montolíu. En cuanto tuvo conocimiento del hecho, el pastor de la Iglesia en Lérida, Jaime Casals, un grupo de familiares del ahogado y miembros de la Iglesia, se trasladaron a Montolíu para enterrar cristianamente el cuerpo sin vida del infortunado joven. El sacerdote católico del lugar se opuso. Decía que el cadáver le pertenecía, ya que había aparecido en sus demarcaciones. Dos días duraron las discusiones. Por fin, el sacerdote cedió y el alcalde del pueblo autorizó el entierro evangélico. Como no había cementerio civil, el cadáver fue enterrado en un rincón del cementerio municipal, donde iban a parar todos los escombros que se recogían por aquellos alrededores. Visité al alcalde dos días después y me prometió mandar a quemar toda la basura y adecentar un poco el corral.

Podría hacer esta relación interminable, pero no creo que sea preciso. Al corral fueron protestantes muertos en Las Palmas de Gran Canaria, Carcagente, La Laguna (Tenerife) y en otras ciudades y pueblos de España.

Argumentando la Ley de Libertad Religiosa de junio 1967, el 13 de abril 1968 el ministerio de Justicia publicó una Instrucción dirigida principalmente a los Gobernadores, regulando el tema de los entierros civiles. Decía el documento que “en los cementerios municipales se habilitarán cuando sea necesario un recinto adecuado para que los no católicos puedan recibir sepultura digna conforme a sus convicciones en materia religiosa”.

Anticipando que en algunos municipios, por dificultades económicas, no fuera posible la adecuación de estos espacios, la Instrucción emanada del ministerio de Justicia, añadía: “En tales casos, la solución más satisfactoria es la de proceder al enterramiento en un recinto adecuado del cementerio católico, previa la correspondiente autorización de las autoridades eclesiásticas”.

Mal asunto. La decisión de conceder un espacio en los llamados cementerios católicos quedaba a juicio del cura del lugar. Y en algunos pueblos, el cura, dueño de almas y haciendas, con más poder político y social que el propio alcalde, decía que no, que en su cementerio no se enterraba a protestantes. Entonces había que recurrir al obispo de la diócesis, al gobernador civil, al susum corda.

Cierro este artículo con unos versos del poeta santanderino Gerardo Diego, fallecido en 1987 a la edad de 91 años. Forman parte de un delicioso libro titulado “Cementerio Civil”. Dicen:
Cementerio civil, qué pena.
Tapia por medio al camposanto
de María de la Almudena.

Todos civiles, todos huéspedes,
transeúntes, inmóviles.
Y todos religiosos.
Dios pone por su cuenta
sombra de Cruz ahora
y luz de cruz, después, su salvamuertes
flotante e infinito.

Y muchos, muchos creyentes.
Libre credo cristiano, credo hebreo.
Dios sólo sabe corazones, mentes.
No, no basta el hisopo
para salvar al hipócrita, al topo.
Cristo también abraza al pobre reo
que no cupo o no quiso o no quisieron
y del “corral de muertos” le excluyeron.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Serie autobiográfica: mi conversión 
 2Un cristiano en Marruecos 
 3Fui soldado en la España de Franco 
 4Mi jura a la bandera 
 5Mis dos capellanes castrenses 
 6Otros incidentes en el cuartel 
 7Y Franco encarceló soldados evangélicos 
 8Me quemaron en efigie 
 9Mi matrimonio civil 
 10Curas contra las bodas evangélicas 
 11A vueltas con los nombres del santoral 
 12Encarcelamiento en Algeciras 
 13Más evangélicos en cárceles de Franco 
 14Mujeres evangélicas en prisión por su fe 
 15Atacan fieles y templos evangélicos 
 16Multas a mansalva a los protestantes 
 

 


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