El 2 de marzo de 1953, cinco meses antes de la firma del Concordato entre el Estado español y el Estado vaticano, el cardenal Ottaviani, refiriéndose a España, dijo en Roma: “Es deber de los gobernantes de un Estado católico defender contra toda insidia la unidad religiosa del pueblo que se siente unánime en la posesión segura de la verdad religiosa”.
Los insidiosos éramos nosotros, los protestantes, acusados de querer destruir la unidad religiosa de España. ¿Qué unidad?
La jerarquía y el clero católico tomaron al pie de la letra las palabras del señor cardenal italiano y
en España se inició una ola de persecuciones contra los protestantes, en la que muchos líderes fueron encarcelados.
Yo no escapé a la purga.
Fue el mes de abril de 1963. Tenía un coche Dauphin de la marca Renault fabricado en Francia y comprado en Tánger. Embarqué rumbo a Algeciras con la intención de dirigirme por carretera a Montecarlo para gestionar en la potente emisora del Principado la compra de tiempo para un programa de radio de 15 minutos de duración. Programa semejante lo tuve durante cuatro años en Radio Internacional de Tánger con el nombre LA ESTRELLA MATUTINA. Hasta que la emisora pasó a manos marroquíes.
En el puerto de Tánger, al abordar, coincidí con un joven de Larache, a quien conocía de tiempo atrás. Iba a Barcelona. Le dije que ese era mi itinerario, pasando por Madrid, y se manifestó contento de poder hacer el viaje juntos.
Llegamos a Algeciras. Presento mi pasaporte a las autoridades de emigración. El funcionario me pregunta:
-¿Es usted Juan Antonio Monroy?
-Sí.
-Lo siento, tiene que presentarse en la Comisaría de Policía.
-¿Por qué?
-No lo sé. Es la orden que tenemos aquí.
-¿Dónde dejo el coche?
-Conduzca hasta la Comisaría. Un compañero irá con usted.
El amigo de Larache se esfumó, desapareció.
En Comisaría, la misma pregunta:
-¿Es usted Juan Antonio Monroy?
-Sí.
-Tiene que ingresar en prisión.
-¿Por qué?
-No lo sé, es la orden que tenemos aquí.
-¿Puedo llamar por teléfono a mi familia en Tánger?
-Desde aquí no; cuando ingrese en prisión pida al director que le permita telefonear.
-¿Qué hago con el coche?
-Un policía irá con usted. Otro le seguirá. Deje el coche en el garaje que le indicará y luego le conducirán a prisión.
Insistí:
-¿Puede decirme por qué se me encarcela?
-No lo sé.
Era verdad, no lo sabía, obedecía órdenes.
Llego a la cárcel y en su despacho me esperaba el director. Ya estaba avisado.
-Deje aquí todas sus pertenencias. También el dinero que tenga. El dinero eran 25.000 pesetas de entonces, cantidad elevada.
-¿Dónde va usted con tanto dinero?, me preguntó.
Le dije la verdad.
-Voy a Montecarlo, a contratar un programa de radio.
-Bien, guardamos el dinero, y si necesita alguna cantidad mientras esté en prisión puede disponer. Me consulta antes.
Yo creía vivir una pesadilla. No entendía nada. Volví a preguntar:
-¿De qué delito se me acusa? ¿Por qué se me encarcela? ¿Puedo buscar un abogado?
-Ahora no, cuando le haga falta.
-¿Puedo llamar a mi familia en Tánger para que sepa lo que me ocurre?
-Desde aquí no. Debió haberlo hecho en Comisaría.
-Allí me dijeron que llamara al llegar a la cárcel.
-Lo siento. Las normas no lo permiten.
Me encerró en una celda individual. Lo agradecí.
A la mañana siguiente llegó el primer desayuno. El encargado de distribuir las comidas era un hombre calvo, de baja estatura, rostro redondo, siempre parecía enfadado. Vestía un mono azul. Nunca le vi otra ropa. En los días siguientes escribí un largo poema al hombre del mono azul. Me permitían en la celda papel y bolígrafo. El poema aún lo conservo.
Aquel desayuno me pareció repulsivo. Agua caliente color café y un trozo de pan del día anterior.
El almuerzo fue aún menos digerible. Algunas lentejas diminutas nadando en un plato de caldo negruzco. Llamé al del mono. Le dije que no podía comer aquello. Pregunté si podía encargar comida en un restaurante cercano. El director tenía dinero mío. Lo consultó. Me abrió el cielo cuando dijo que sí, que lo había autorizado. Me entregó la cantidad que le pedí. Envió a un hombre joven para que hiciera de recadero. Le calculé unos 25 años. Le entregué una lista con los alimentos que deseaba. Al regreso le di una generosa propina.
A partir de entonces llegaba todos los días a las horas del desayuno, almuerzo y cena. Le aumentaba la propina.
Al tercer día hablé con él. Le pregunté si trabajaba allí.
-No –contestó-, yo estoy también preso, pero me tienen para hacer mandados.
-¿Por qué estás aquí?
-Soy de San Roque (un pueblo cercano a Algeciras). Mi novia quedó embarazada. Yo dije que no me casaba y me condenaron a un mes de cárcel. Cumplo dentro de una semana.
En ese instante sentí que Dios venía en mi ayuda. Aquél hombre sería mi ángel salvador. Lo presentí desde nuestra primera conversación. Y Dios no me defraudó.
Días después escribí un telegrama a Mercedes Zardain, en Madrid. Decía: Estoy en la cárcel en Algeciras. Avisa a Vellvé.
Mercedes Zardain no trabajaba aún para mí. Tenía un empleo relevante y bien remunerado. Con su perfecto dominio del inglés era secretaria del coronel jefe en la Base Aérea que Estados Unidos tenía en Torrejón, a las afueras de Madrid.
Ernesto Vellvé era un abogado amigo mío. Una inteligencia superior. Por aquél entonces dirigía el departamento jurídico de la importante compañía aseguradora La Unión y el Fénix. Entregué al recadero dos billetes de cien pesetas. El telegrama no costaría más de quince o veinte. Le pedí: -Antes de traerme la comida pásate por correos y manda este telegrama. No es importante (no quise alarmarlo). A mí no me dejan salir y no quiero molestar al vigilante. Quédate con lo que sobre.
Cumplió fielmente el recado.
El Eterno lo dirigió todo. El puso los medios a mi alcance y yo los utilicé.
Siete días llevaba en la cárcel cuando el director se presentó en la celda una noche a las diez. Vi en su mano derecha un telegrama, la curiosidad y la extrañeza reflejados en sus ojos. Me dijo:
-He recibido un telegrama de un juzgado en Madrid, ordenando que le deje a usted en libertad.
-Bien, hágalo.
-Pero ¿cómo saben en Madrid que usted se encuentra aquí encarcelado?
-¿No lo ha comunicado usted?
-No, aún no.
-¿Cuándo pensaba hacerlo?
-Más adelante, siguiendo el procedimiento normal, consultar a Madrid y luego enviarle custodiado por la Guardia Civil.
-Todo esto, ¿por qué? ¿De qué delito se me acusa?
-No lo sé. Mis órdenes son encerrarle a usted cuando le trajera la Policía y luego comunicarlo a Madrid.
Decía verdad. El propio director de la cárcel ignoraba el motivo de mi arresto. Tánger era entonces un nido de españoles antifranquistas que habían llegado de Francia para estar más cerca del país cuyo régimen todavía pretendían combatir. Dos periodistas socialistas me visitaban de vez en cuando y me proporcionaban el periódico EL SOCIALISTA, publicado en Francia. A falta de otra información, el director de la cárcel pensó que yo podría ser un activista político.
Los tiros no iban por ahí. Siempre me he mantenido al margen de la política y de los políticos, a quienes considero, con pocas excepciones, unos marrulleros, embaucadores, interesados más en el cargo y el dinero que en el pueblo al que mienten cuando dicen servir.
La larga mano que me lanzó a la cárcel de Algeciras era la de la Iglesia católica. Por aquél entonces había suprimido la revista LA VERDAD y en su lugar fundé un periódico con el simple título de LA VERDAD. Ostentaba una cita de Antonio Machado en el encabezamiento. LA VERDAD echaba fuego.
Sus páginas eran una denuncia continua de los atropellos contra los protestantes en España, la falta de libertad, la opresión que sufrían por parte de la Iglesia católica. Desde la Comisión de Defensa Evangélica Española en Madrid José Cardona me pasaba información puntual de los acontecimientos que vejaban a la comunidad protestante y yo redactaba los artículos. LA VERDAD era enviada a todas las embajadas extranjeras en la capital de Marruecos y a los consulados importantes.
Más que a Franco, LA VERDAD molestaba a los obispos españoles. No cejaron hasta lograr que el Gobierno marroquí decidiera embalsamarla. Lo contaré en otro artículo.
¿De qué medios se valió Ernesto Vellvé para conseguir mi libertad? Nunca me lo dijo. Tenía contactos con jueces y personalidades en la Administración de Justicia. Cenando poco después en un restaurante madrileño se limitó a decirme: -Estás en libertad, pues ya está.
Era muy observador, exploraba hasta el alma de la persona que tenía enfrente, pero poco hablador.
¡En libertad! Cuando el director de la cárcel acudió a mi celda a las diez de la noche lo noté turbado.
-Le he tratado bien –dijo-. Le permití comprar su propia comida, cosa que no suelo hacer con otros presos.
Era verdad. Me devolvió todo cuanto yo había depositado al ingresar. También el resto del dinero. Soportó que le leyera el poema que había escrito sobre el del mono azul. Concluyó: -La salida de los presos que quedan en libertad es de 10 a 12 de la mañana. Pero ante este telegrama de Madrid le dejo ir ahora mismo.
Lo hizo.
Salí a la calle, monté en el primer taxi que encontré, me dirigí al garaje, arranqué mi Renault, enfilé la carretera a Málaga y paré en el Hotel Don Pepe, en Marbella. Tomé un bocadillo de tortilla, llené la bañera con gel espumoso y estuve más de media hora en el agua.
Yo tenía ya la experiencia de la cárcel durante el servicio militar. Pero la celda en Algeciras me resultó más lúgubre, más sepulcral. La represión de la carne es amarga. Pero la del espíritu es todavía peor.
Si quieres comentar o