-¿Qué nombre le vais a poner?, pregunta el funcionario.
-Diana, responden los padres.
-Imposible.
-¿Por qué?
-Porque Diana no aparece en el santoral católico y no está permitido. Si queréis conservar ese nombre ha de ir delante el de María.
Así era aquella España dominada por el nacionalcatolicismo. Los obispos, empeñados en extirpar todo tipo de disidencia, pretendían que la vida política, legislativa y administrativa estuviera inspirada en la religión católica, que ellos creían e hicieron creer a Franco que era la única verdadera.
El dogal de la intolerancia cayó también sobre los hijos nacidos de padres protestantes. Estos no podían inscribirlos con nombres elegidos a su gusto. Si tales nombres no figuraban en el santoral católico, eran rechazados en los juzgados. Sin más.
El Santoral es un libro que contiene la lista de los santos católicos cuya festividad se conmemora cada uno de los días del año. Si era rechazado un nombre elegido entre las páginas de la Biblia, puede imaginar el lector qué les habría ocurrido a unos padres que quisieran llamar a su hija “República” o a su hijo “Martín Lutero”, tal cual era el nombre del gran defensor de la igualdad racial y de los derechos humanos en Estados Unidos, Martin Luther King.
Poseo entre mis muchos libros esa lista del Santoral, publicada en 1959 por la Biblioteca de Autores Católicos en cuatro tomos.
Entre quienes padecieron tan vulgar y maléfica discriminación estuvo el matrimonio compuesto por José y Amparo Cardona. José Cardona fue secretario ejecutivo de la Comisión de Defensa Evangélica y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España desde 1960 a 1994. En 1949 contrajo matrimonio con Amparo Almiñana. Tres años después, 1952, nació la única hija del matrimonio. Decidieron que se llamara Elisabeth, como la mujer de Aarón, como la madre de Juan el bautista. La familia residía por entonces en Denia, provincia de Alicante. El funcionario del Registro Civil en el juzgado correspondiente dijo que no, que de ninguna manera, que ese nombre no estaba en el santoral católico.
-Pónganle Isabel, que es igual, dijo.
-No señor, no es igual, argumentó Cardona.
-Pues llámenla de primer nombre María.
-Tampoco, queremos que la niña responda al nombre de Elisabeth.
-Vayan al párroco.
-De ninguna manera. No pretendemos apuntarla en la Iglesia católica. Es aquí donde debe ser inscrita con el nombre que nos gusta.
Me contaba Cardona que dos meses duró el tira y afloja. El no se bajaba del burro. En el registro civil acabaron inscribiéndola con el nombre de Elisabeth.
Tres años después, 1955, José Cardona fue nombrado secretario del mismo juzgado donde había mantenido la trifulca.
También yo fui afectado por aquellas disposiciones dictadas por el catolicismo histórico- político, del que dijo el cardenal Gomá, primado de Toledo: “Ni una ley, ni una cátedra, ni una institución, ni un periódico fuera de o contra Dios y su Iglesia en España”. La Iglesia católica, claro.
Cuando nació nuestra segunda hija acordamos inscribirla con dos nombres bíblicos: Loida Abigail. El oficial encargado del Registro Civil en el Consulado español de Tánger movió la cabeza en un gesto de contrariedad.
-Tú siempre vienes aquí con problemas, Monroy –me dijo-. Primero fue tu matrimonio civil. Ahora quieres imponer a la niña dos nombres que no están en el santoral católico.
-Yo no soy católico, no tengo por qué obedecer lo que dice ese Santoral, objeté.
-Es igual, eres español y has de regirte por las leyes que emanan de la Legislación española.
-De acuerdo, aún así quiero que mi hija se llame Loida Abigail.
-Pues para registrarla con esos nombres necesito una autorización escrita y certificada del párroco católico. Ve y habla con él.
Lo hice. Fui al templo católico llamado de La Purísima, en la calle Siagin. Me recibió en su despacho el franciscano que entendía de estos temas. Cuando le expuse el motivo de mi visita se mostró incómodo, moviendo su cuerpo de un lado a otro en el asiento que ocupaba.
-¿Tú eres el Monroy protestante?
-Sí.
Conocía toda mi historia. Tánger era un pañuelo y los españoles residentes, un puñado, estábamos todos fichados. Además, yo publicaba por aquél entonces una revista llamada LUZ Y VERDAD, de marcado tinte anticatólico, y la enviaba a las parroquias y a las escasas instituciones españolas, incluido el Consulado. Después de escucharme, sentenció:
-Lo siento. No puedo extenderte el documento que me pides. Esos nombres no figuran en el Santoral.
-Pero están en la Biblia –dije-, uno en el Antiguo Testamento y otro en el Nuevo.
-En estas cuestiones yo no me guio por la Biblia –añadió-.Tengo que obedecer la doctrina de la Iglesia.
-Entonces, ¿debo dejar a mi hija sin inscribir?
-Lo tienes fácil. Ponle como primer nombre María.
No salí tan bien parado como José Cardona. Hube de doblegarme a los dictados inquisitoriales de aquella Iglesia franquista y todopoderosa. Regresé al Consulado y el funcionario respiró aliviado. Mi hija se llama María Loida Abigail, aunque para todos es Loida.
Así vivíamos los protestantes en la católica España de Franco. Dirigidos, manipulados, gobernados por el clero que puso su sotana a los pies del caudillo aquél julio de 1936 y la recogió limpia, fuerte y poderosa en 1939. No éramos libres ni siquiera para imponer a nuestros hijos los nombres que se nos antojaran.
Durante el franquismo, la Iglesia católica realizó el más poderoso intento adoctrinador de nuestra historia. Total, para nada, para que ahora digan los obispos que es preciso reevangelizar España. Pero a los protestantes nos hicieron la puñeta. Aquella Iglesia militante y ultracatólica, patriótica y maniquea, se propuso erradicar de esta tierra el protestantismo para siempre. Fracasaron. Ahora nos burlamos de aquellos intentos. Nada se puede contra la verdad; y aquí estamos, con el nombre de María presidiendo la partida de nacimiento de nuestras hijas, pero vivos, fuertes, nos multiplicamos en ciudades y pueblos, contamos para la sociedad, contamos para el Estado, contamos para las autoridades políticas y civiles, estamos en todas partes, todo lo estamos invadiendo. Con el nombre del Galileo en nuestros labios ya nadie nos puede callar.
Los españoles han dejado de celebrar el Día de San Fernando, el Día de San Pedro y San Pablo, el Día de la Consagración del Sagrado Corazón de Jesús, el Día del Domund, el Día de los caídos por Dios y por España, el Día del Papa, el Día del Obispo, el Día del Párroco y hasta el Día del sacristán. Ahora celebran el Día de la luz, el Día de la pura doctrina cristiana.
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