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Otros incidentes en el cuartel

La España que he vivido (VI)

En el cuartel yo no permanecía quieto ni callado. Confiaba en el poder protector de la Divinidad. Y esto me daba fuerzas. Estaba viviendo mi primer amor cristiano y nada para mí suponía riesgo. Ya sabía que quien no se decide no cabalga y yo estaba allí para cabalgar.
ENFOQUE AUTOR Juan Antonio Monroy 16 DE ABRIL DE 2009 22:00 h

De las peripecias a las que me enfrenté en meses sucesivos destaco aquí tres.

Mi capitán. El capitán de mi compañía, ya lo he dicho, era un hombre tosco, ordinario, a veces grosero y a veces cómico. El dormitorio donde yo me alojaba se componía de una sala grande. A ambos lados de la misma estaban las camas individuales. Sobre un soporte de cemento posaban taquillas de madera pintadas de azul. Una taquilla justo en la cabecera de cada cama. La mía estaba casi a la entrada. En el fondo de la sala había camas y taquillas que nadie ocupaba. En una de ellas yo guardaba folletos y algunos pequeños Nuevos Testamentos. Una mañana llegó el capitán para revisar las camas y las taquillas. Cada soldado en posición de firme frente a la cama, de espaldas a la taquilla, que debía estar abierta. El capitán inició la inspección. Llegó hasta el fondo del dormitorio. Se le ocurrió abrir las taquillas que estaban cerradas. Al descubrir en una de ellas mi cúmulo de herejías, llamó a gritos: “Monroy, dónde está Monroy”. Estaba allí. A dos pasos de él. Acudí: A sus órdenes, mi capitán.
-Llévate ahora mismo toda esa basura y quémala. La próxima vez que vea aquí propaganda tuya te empaqueto.
-Sí, mi capitán, a sus órdenes.

Pudo haberme empaquetado, como él decía. Tenía allí mismo el cuerpo del delito. Pero no lo hizo. ¿Por qué? No lo sé. Las oraciones de Don Pedro. Me llevé todos los folletos y pedí a mi amigo el cabo furriel que me los guardara.
-No me comprometas, Monroy, murmuró. Pero lo hizo y no pasó nada.

El teniente Soler era otra cosa. Usaba gafas graduadas, alto y delgado. Era tinerfeño, de Garachico. Un hombre culto y tolerante. Percibí durante un tiempo que cada vez que coincidíamos me miraba como si tuviera intención de asesinarme. En uno de estos encuentros me dijo con voz baja: -Te la estás jugando, Monroy. Te voy a meter tres años de calabozo.

Yo ignoraba los motivos de su enemistad y de sus amenazas. Pero los descubrí. En el grupo de creyentes que se reunían en Santa Cruz, a los que yo predicaba cada domingo que tenía libre, había un tal Ángel Soler. En esas conversaciones intrascendentes que tienen lugar después del culto, referí sin más la amenaza recibida del Teniente Soler. Ángel intervino:
-Es hermano mío.
-¿Tu hermano?
-Sí.
-¿Sabe él que eres protestante?
-No, pero yo le mando folletos nuestros a su casa. Y una vez le envié un Nuevo Testamento. Siempre sin remite.

Todo aclarado. Era su hermano quien le enviaba literatura evangélica. ¿Cómo podía pensar que yo había averiguado su domicilio particular? Tal vez esto le intrigaba más que la propia literatura. Al día siguiente busqué al teniente Soler y se lo conté todo. No daba crédito.
-¿Mi hermano Ángel es protestante?
-Sí, mi teniente. Convertido, bautizado y miembro de la Iglesia. Lo veo con mucha frecuencia.
-Está bien, márchate ya hablaré yo con Ángel.

La actitud del teniente Soler hacia mi cambió desde aquél día. Se mostraba amable. Una tarde que estaba de guardia y yo pasaba por la sala de banderas me pidió que me sentara y le hablara de la vida de los europeos en Tánger y cómo convivían tantas nacionalidades y credos religiosos en la ciudad internacional.

El tercer incidente que relato aquí pudo haber tenido consecuencias graves.

Era una mañana a la hora del desayuno. El café se distribuía de grandes perolas instaladas al aire libre en el patio del cuartel. Los soldados hacíamos fila, pasando uno a uno. Llegó un soldado con quien yo tenía bastante amistad. Era de Jauja, en la provincia de Córdoba. Aquél día estaba de servicio en la sala de bandera. El teniente le ordenó que no hiciera fila para el café, que llegara al lugar donde se distribuía y regresara pronto. Así lo hizo. El sargento que nos vigilaba, que habría tenido una mala noche, lo llamó, le pegó dos bofetadas, lo tiró al suelo y le dio patadas. Todo por no haber guardado su turno en la fila. El silencio en la tropa era total. Contemplábamos la escena con dolor, pero no nos movíamos. Yo no pude contener la rabia. Salí de la fila, me enfrenté al sargento y le dije:
-Mi sargento: ¿no hay otra forma de castigar a éste hombre? El reglamento militar prohíbe pegar al soldado.

Fijó los ojos en mí y replicó:
-Vuelve a la fila, Monroy, o haré contigo lo mismo.
No me inmuté:
-Hágalo, pero sepa que hay otros superiores a usted.
-Márchate –su voz seguía airada-. Pásate por la peluquería, que te pelen al cero y luego te presentas en el calabozo.
-A sus órdenes.
Me marché, pero ni fui a la peluquería ni tampoco al calabozo. En el dormitorio esperé a que llegara el capitán de guardia, en torno a la una. Tocaba la guardia aquél día a un capitán joven, no recordaba haberlo visto antes.

Se lo expliqué todo.
-Lo que me cuentas es grave, Monroy; ¿hay testigos?
-Toda la compañía mi capitán.
-¿Y qué quieres hacer?
-Denunciar al sargento. Que lo juzguen.
-¿Estás tú dispuesto a comparecer en un juicio militar para acusar al sargento?
-Sí, mi capitán.
-Está bien, veremos lo que se hace. He de hablar con el comandante. Ahora vete, no vayas a la peluquería ni te presentes en el calabozo, ya hablaré yo con el sargento.

Mi petición fue cursada. Yo creo que llegó hasta el coronel. Me asignaron un abogado. Recuerdo su apellido, Corona. Era de Madrid. Alférez de complemento. No era militar profesional. Muy amable. Muy lúcido. Nos entrevistamos en varias ocasiones. Me dijo que retirara la denuncia. Que en caso de mantenerla mi estancia en el cuartel podría prolongarse hasta dos años. Que otros sargentos y oficiales, si se lo proponían, me harían la vida imposible de resistir allí. Claudiqué y le respondí que bien, que tenía razón, que no siguiera adelante mi denuncia.

Lo explico: yo no era más valiente que los demás. El valor viene de las ideas y las mías eran firmes. Aquella generación de soldados tenía entre 10 y 11 años cuando concluyó la guerra civil. Habían sido testigos de las fuertes represalias y fusilamientos que tuvieron lugar en toda España una vez terminada la contienda. Tenían el miedo en el cuerpo y en el alma. En los pueblos de donde la mayoría procedía mandaban los militares y los curas, los dos grandes poderes que incendiaron la sublevación de 1936. Estaban marcados, silenciados, atemorizados.

Mi caso era distinto. Yo no viví esa situación. En el protectorado francés de Marruecos, donde nací y crecí, no contaba la guerra española. Tánger era una ciudad internacional, allí tampoco llegaron los cañones ni los aviones de Franco. En Larache, protectorado español, donde residí con mis padres durante unos años, la guerra apenas se notaba. Yo estaba libre de los traumas y de los miedos habituales en mis compañeros de “mili”. Si a esto se añade el valor que desciende del cielo al corazón creyente se explica el hecho de ser como era.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Serie autobiográfica: mi conversión 
 2Un cristiano en Marruecos 
 3Fui soldado en la España de Franco 
 4Mi jura a la bandera 
 5Mis dos capellanes castrenses 
 

 


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