El acto de juramento a la Bandera suele ser público y revestido de gran solemnidad. Ahora, en democracia, el jefe de la unidad grita estas palabras: “¡Soldados! ¿Juráis por Dios o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, respetar a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar vuestra vida en defensa de la Patria?”.
Los soldados responden con otro grito que recorre la formación de punta a punta: “Sí, lo hacemos!”-
El que tomó el juramento replica: “Si cumplís vuestro juramento o promesa, la Patria os lo agradecerá y premiará, y si no, mereceréis su desprecio y su castigo como indignos hijos de ella”.
Generaciones enteras de soldados españoles han cumplido con este ritual, redactado en la dictadura con algunas alteraciones.
Cuando yo serví voluntariamente a España en el Ejército del general Franco el país estaba dominado por la jerarquía católica, cuyo poder era superior al legislativo, al ejecutivo, al judicial y al militar. En consecuencia, la Jura a la Bandera se definía como un acto que enlazaba “los nobles y elevados ideales de religión y patria”. Conforme a este sentir, a la ceremonia estrictamente militar seguía otra religiosa. En el lugar señalado se levantaba un altar de campaña y se oficiaba una Misa, colocándose las tropas en líneas previamente diseñadas. Terminado el acto de la Misa los reclutas pasaban uno a uno descubiertos delante de la bandera y besaban la cruz ya dispuesta.
Aquí fue mi prueba de fuego.
Yo estaba atento a la fecha. Hablé con el sargento, con el teniente, pude llegar hasta el capitán. A todos expuse mi sentir. Yo juraría a la Bandera, pero no asistiría a la Misa de campaña. Al toque de corneta no podía inclinar mis rodillas ante un altar católico. Dije al capitán que yo había sido eximido de asistir a Misa por el jefe del regimiento. Invocaba el principio de objeción de conciencia. Nada que hacer. Aquellos militares, que doce años antes habían aplastado el Ejército rojo, según decían, continuaban aplastándolo todo. La Misa católica esa parte de la Jura a la Bandera, argüían, y estaba obligado a asistir.
Con la confianza puesta en el Cristo que había cambiado mi vida y esperando mucho de las oraciones de Don Pedro, me lo jugué todo a una carta, como diría el tahúr.
Asistí al desfile, hice juramento a la Bandera, concluida la ceremonia militar salí de la fila donde estaba, dispuesto a dirigirme al cuartel. Escuché un grito del sargento: “Monroy, vuelve a filas”. No obedecí. Llegó el teniente, más nervioso que yo, en breves palabras lo puse al tanto de mi situación. Me ordenó: “Está bien, vete al cuartel. Mañana hablaremos”.
Obedecí, aliviado y temeroso al mismo tiempo.
Aquél acto de rebeldía podía suponer años de calabozo. Yo lo sabía, porque había estudiado el tema y conocía otros casos.
Llegó la mañana.
Fui citado a una reunión con el teniente y el capitán de mi compañía. ¿Qué había ocurrido? ¿Llegaron las oraciones de Don Pedro hasta el corazón del Eterno? ¿Protegió Cristo la vida del hombre que estaba preparando para llevar Su nombre a muchos lugares de la tierra? ¿No querían el teniente y el capitán provocar un conflicto con el soldado que desde la ciudad internacional de Tánger había llegado hasta las islas Canarias para formar parte del Ejército español? ¿Hablaron con el coronel Machado? ¿Tomaron conciencia de que mi actitud era honrada y además me asistían razones de conciencia?
No lo sé. Sólo sé lo que ocurrió. El capitán me dijo que había obrado mal, que había desobedecido a mis superiores, que mi actitud conllevaba penas de calabozo; el teniente intervino favorablemente añadiendo que mi salida de la fila había pasado desapercibida entre tanta gente. Fui perdonado en palabras del Capitán: “Por esta vez no te vamos a castigar –dijo- aunque la falta cometida es muy grave. Procura no dar lugar a otro espectáculo como este”.
“No señor; a sus órdenes”.
“El Señor dijo a Pablo en visión de noche: No temas, sino habla y no calles” (
Hechos 18:9).
Lo interpreté como dicho y escrito para mí.
Yo me libré de un castigo severo. Pero otros, no. Catorce años antes del incidente que acabo de relatar, un soldado Testigo de Jehová fue fusilado en Jaca, Aragón, por negarse a jurar la Bandera.
Antonio Gargallo Mejía, nacido en Madrid en 1918, fue convertido a los Testigos de Jehová cuando tenía 19 años. Poco después se vio obligado a ingresar en el Ejército de Franco. En el momento de jurar bandera comunicó a sus superiores que no podía hacerlo por un doble motivo. Sus creencias le impedían prestar juramento para defender a un gobierno “de este mundo” y tampoco podía participar de la ceremonia católica. Le amenazaron para que cambiase de opinión, pero no lo hizo y desertó tratando de huir a Francia por el puerto de Somport. Detenido en Canfranc, fue devuelto a su unidad. Un tribunal militar lo condenó a muerte. Fue fusilado el 18 de agosto de 1937, en plena guerra civil. Los sacerdotes católicos, capellanes castrenses, tuvieron noticias de la condena. Pero no levantaron un dedo para impedirla. “Un hereje menos”, pensarían.
Poco antes de morir Gargallo escribió una carta a su madre, a quien le decía: “Me han detenido y sin oírme siquiera me han condenado a muerte. Esta noche dejo de vivir en la tierra. No te aflijas ni llores, porque he obedecido a Dios. Después de todo, poco pierdo, porque si Dios quiere, pasaré a una nueva y mejor vida”.
Los soldados que componían el piquete de ejecución contaron después que camino a la ejecución, Antonio iba cantando himnos de alabanza al Señor..
En aquella España de los años cincuenta, unidos en matrimonio la sotana del cura y el uniforme del militar, los soldados protestantes padecieron un auténtico calvario. En los calabozos de los campamentos militares penaron durante años jóvenes Testigos de Jehová, Adventistas y fieles de otras denominaciones. Su único delito era no querer participar de la ceremonia católica en la Jura a la Bandera. La jerarquía de la Iglesia católica todavía no ha dado señales de arrepentimiento ni pedido perdón por los atropellos cometidos contra indefensos soldados que profesaban una fe distinta a la suya.
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