Con este artículo inicio una serie autobiográfica. Mi intención es contar cómo fue la España en la que vivimos los protestantes a partir de los años cincuenta del siglo pasado, cuando yo me incorporo en el seno de esta familia religiosa, donde casi enseguida me convierto en dirigente (más que
dirigente me gusta la palabra
líder).
Toda vez que en este artículo sólo pretendo una introducción general a la serie proyectada, es aquí, creo yo, donde cabe el relato de mi conversión a la fe cristiana desde el razonamiento protestante.
Tuvo lugar en Tánger, Marruecos, en el mes de octubre del año 1950. Yo tenía entonces 21 años.
Dice Graham Greene que hay algo en la inocencia que no se resigna a perder nunca. Por eso son imborrables los recuerdos de la infancia.
Cuando leí la primera biografía de Federico García Lorca quedé impresionado por la identidad de nuestros sentimientos religiosos en la infancia. Cuenta el poeta que de niño hacía altares católicos en la azotea de su casa, los adornaba con flores y estampas de vírgenes y santos y él ejercía de predicador. Exactamente lo mismo solía hacer yo, excepto que no le predicaba al altar ni a los santos. Siendo niño mi padre me llevó al teatro donde se representaba EL DIVINO IMPACIENTE, obra de José María Pemán en torno al jesuita Francisco Javier, conocido como el apóstol de las Indias. Este misionero católico nació en la alta Navarra en 1506 y murió de una enfermedad contagiosa a los 46 años en la isla de Sacián, frente a Cantón, en la China del siglo XVI. Ahora creo que mi conversión a Cristo se produjo en aquél teatro, por aquellos actores que representaban la labor misionera del santo y su muerte en sufrimiento y soledad. La obra de Pemán no me marcó sólo a mí. Joaquín Calvo Sotelo dice que EL DIVINO IMPACIENTE “provocó reacciones espirituales en muchos espectadores, crisis, arrepentimientos, vocaciones…..”
Ahora me pregunto si nací con aquella excitación emotiva hacia la religión o la adquirí en un momento de mi vida. No sabría responder. Sí tengo claro que pronto dejé de jugar a los altares y me olvidé por completo del hecho religioso.
Hasta aquél viernes 27 de octubre de 1950. A Tánger había llegado un misionero evangélico cubano, Rubén Lores. Tenía 28 años y estaba casado con una mujer norteamericana llamada Danna. Lores tenía la intención de establecerse en España, pero las autoridades de la época no lo permitieron y recaló en Tánger, donde otro matrimonio misionero, Pedro y Sara Harayda, de Estados Unidos, llevaba diez años en Marruecos sin lograr un solo convertido. Como personas, Pedro y Sara eran de una calidad humana que rebasaba los límites de la excelencia, pero como misioneros no funcionaban.
Poco después de su llegada a Tánger Lores pidió prestado el local de la Iglesia evangélica francesa, donde inició la congregación que más tarde se trasladó al amplio templo de la Iglesia Anglicana, en la calle Inglaterra, casi esquina con el Zoco Grande.
A aquel local de culto protestante, situado en la calle Viñas, entré yo el día, mes y año ya mencionados. Todo me impresionó. La gente cantando, otros orando, la elocuente predicación de Rubén Lores sobre el capítulo 13 en la primera epístola a los Corintios.
Entonces yo vivía al margen de la religión. No practicaba creencia alguna. La religión no contaba para nada en aquél joven de 21 años inmerso en la bullanguera vida de la ciudad internacional.
Pero un “yo” dividido hasta aquél momento se tornó unificado y conscientemente feliz como consecuencia de sostenerse en realidades religiosas. Fue una alteración total en mi vida, que pasó de unos objetivos a otros. La oscilación emocional en mi interior cambió tan rápidamente como las chispas que recorren el papel ardiendo.
Respondiendo a una invitación del predicador acepté a Cristo como Señor de mi vida y pocos días después fui bautizado por inmersión. Puesto que el local de culto no tenía bautisterio, Rubén Lores obtuvo los servicios de una piscina instalada en el elegante Club Brook, frente al Consulado de España. Era la una de la tarde. A un lado de la piscina donde tuvo lugar la ceremonia bautismal tomaban el aperitivo funcionarios del Consulado y otros católicos de la alta sociedad española, quienes fueron testigos involuntarios del acto. Supe que luego presentaron una queja al director del Club, de religión hebrea, por haber permitido a los protestantes el uso de la piscina a la hora del aperitivo.
Fue, creo ahora, el primero de los muchos anatemas lanzados contra mí por la Iglesia católica y de los que iré dando cuenta desde estas páginas.
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