Es lo que ocurre con algunos de los llamados movimientos paraeclesiales en sus afanes evangelísticos.
Me parece bien que cada cual intente evangelizar como mejor sepa y pueda. Pero que no reduzca las actividades al color de la bandería particular, ni al sabor de la mercancía propia que se ofrece, ni a las explosiones iniciales.
Una primera objeción que se me ocurre gira en torno al elemento humano que emplean. ¿De dónde se nutren estos movimientos? Las circulares que yo poseo van dirigidas a jóvenes de las congregaciones locales. Esto me parece muy cómodo. Y poco ético. Un hombre lucha toda su vida por crear una congregación más o menos numerosa y de pronto llegan los movimientos dichos con la pretensión de acaparar lo más dinámico de esa congregación: La juventud.
Usan a las iglesias establecidas para sus fines propios. Dicen que su único interés estriba en preparar a los jóvenes para que luego evangelicen más y mejor en la Iglesia local. Puede que esta sea la intención. Pero ¿lo consiguen?
Cuando los jóvenes vuelven a sus congregaciones tras haber pasado una temporada en los campos de entrenamiento, más que ser bendición a sus hermanos de banco, son maldición. Regresan con complejo de superioridad. Dicen que la iglesia está muerta, que ellos son los únicos vivos, que el pastor de la congregación no es el individuo para la tarea que ejerce. Y todo porque éste hombre, carente de recursos y de tiempo, no puede tratarlos como han sido tratados en el campo de entrenamiento. Más que jóvenes humildes y trabajadores regresan acomplejados por una especie de orgullo espiritual que lastima al resto de la congregación.
Creo que otro punto negro en estos movimientos y en los jóvenes que reclutan consiste en no establecer la conveniente diferencia entre activismo y evangelización. Yo entiendo que la hay. Y muy marcada.
Los jóvenes gustan de la actividad, la buscan impelidos por el propio condicionamiento biológico. En los movimientos evangelísticos extraeclesiales ven una forma de romper con la rutina de la congregación local. Se sienten atraídos por la novedad. Se entusiasman ante las posibilidades que la aventura ofrece: Viajar, ocupar cargos en oficinas, relacionarse con los medios de comunicación, ocuparse del teléfono, distribuir pegatinas, fijar carteles, convocar a gente, organizar reuniones, etc.
Todo esto es activismo, sin duda, ¿pero es evangelización? Cuando el trabajo acaba y regresan a sus congregaciones locales, ¿se muestran interesados en el programa evangelístico de la Iglesia? ¿Trabajan en su localidad? ¿Ayudan a los miembros débiles? ¿Hablan a sus familiares? ¿Evangelizan en el trabajo, en la calle, en la ciudad? ¿Vuelven a coger el teléfono para interesarse por el hermano que faltó el domingo?
No afirmo nada; sugiero, pregunto. Que conteste quien pueda hacerlo.
Hay movimientos que se dicen especializados en adiestrar a los jóvenes para el servicio cristiano. Lo veo muy bien. Y muy necesario. Pero continúo preguntando: Este adiestramiento ¿es espiritual o psicológico? ¿Qué se usa, la técnica humana arropada con algunos textos bíblicos o los métodos del Nuevo Testamento? ¿Se educa la mente para captar o el corazón para amar? Los adiestrados, pregunto, ¿llegan realmente a sentir el fuego de la pasión por las almas? ¿Se sienten interiormente inflamados por el Espíritu de Dios?
Trabajar juntos, entiendo yo, es tener proyectos evangelísticos comunes, concebidos y desarrollados según el patrón del Nuevo Testamento. La Santa Cena es un acto íntimo, de profunda significación espiritual. Es parte del culto dominical. Está reservado a la Iglesia. No es propio de espectáculos masivos. Cuando Cristo instituyó la Santa Cena no invitó a los discípulos de Juan el Bautista, ni convocó para que participaran del acto a las multitudes que habitualmente le seguían. Celebró la pascua e instituyó la Santa Cena a solas con los suyos, en un acto íntimo, familiar. Alguna significación tendrá esto, pienso yo.
En el fondo, la culpa de que tales movimientos extraeclesiales surjan y prosperen la tienen las congregaciones locales. La indiferencia religiosa está produciendo apatía por la evangelización. Con la intención de vencer esta apatía y desarrollar una evangelización agresiva, surgen los citados movimientos, que acaban manipulando a las congregaciones locales.
Hace falta, pues, que cada Iglesia despierte a su propia responsabilidad y cumpla, por sí misma, la tarea que Cristo le tiene encomendada. Es la Iglesia local la llamada a evangelizar, no los congresos interdenominacionales ni extraeclesiales. Estas son las piedras que claman, ante el silencio de quienes deberían gritar las verdades de la cruz.
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