Por su parte, los que vivían en zonas de la izquierda no salieron mejor parados. En la izquierda se decía que los dirigentes evangélicos eran curas disfrazados; el pueblo, ciego y errado, como casi siempre, afirmaba que “aquellos” eran iguales que “los otros”, que toda religión era opio de las masas y que era preciso acabar con ellos en “bien del marxismo –leninismo- stalinismo y su utópica teoría sobre la revolución del proletariado.
Los evangélicos entonces fueron castigados por todos los frentes, ametrallados por la derecha y por la izquierda
En la primera década de los años cincuenta hace aparición en el Movimiento Evangélico español una nueva generación de dirigentes, con algunos años de diferencia entre ellos, pero poseídos todos de un fuerte espíritu de lucha y con una gran capacidad de trabajo. Destacan de esa época Juan Luís Rodrigo, Humberto Capó, Antonio Martínez, José María Martínez, José Grau, Juan Solé, Benjamín y Enrique Angurell, José Cardona, Bernardo Sánchez, Samuel Rodrigo, Juan Gili y éste que escribe, entre otros.
Lo primero que advertimos fue la desconexión casi total con la generación precedente. La guerra y los años difíciles de postguerra fueron de un descalabro moral poco menos que absoluto. No heredamos instituciones, ni programas. Tuvimos que empezar prácticamente de cero. Muy poca cosa hubo que rehacer; casi todo tuvo que hacerse desde la raíz.
Por otro lado, nos vimos obligados a improvisar. Se nos cerraba el camino a la Universidad. No podíamos ingresar en la Escuela Oficial de Periodismo, porque para ello era condición obligatoria practicar la religión católica. Carecíamos de Instituciones para preparar a los jóvenes de cara al ministerio cristiano. Los que pudimos estudiar fuera de España fuimos afortunados; los demás quedaron formándose en la escuela de la lucha diaria.
Con más ilusiones que medios nos pusimos a trabajar. Creamos la Comisión de Defensa Evangélica; reorganizamos la Alianza Evangélica Española; fundamos la Asociación de Periodistas y Escritores Evangélicos; establecimos editoriales; abrimos librerías; publicamos libros; lanzamos revistas; creamos algunos centros docentes, hogares para ancianos y para niños; fundamos movimientos evangelísticos; nos metimos en las universidades; abrimos brecha en el Ejército; sacamos a curas católicos de sus púlpitos y les hicimos dejar la sotana; sembramos España de Biblias y abrimos locales en casi todas las ciudades españolas de más de cien mil habitantes.
Estábamos en todas partes. Formábamos parte de todos los comités. Nos veíamos en Madrid y en Barcelona, en Valencia y en Sevilla. Siempre éramos los mismos. No había otros. Pero lo tomábamos con humor y seguíamos nuestra guerra.
Toda esta lucha, sin embargo, nos ha agotado. A edades aún consideradas por los biólogos como jóvenes, sentimos el cansancio y la nostalgia del abandono.
Los dirigentes evangélicos de aquella generación nos encontramos enfermos y debilitados.
Nos encontramos debilitados por las luchas mantenidas y enfermos por la poca atención que hemos prestado a nuestro cuerpo. A todo esto hay que añadir el desgaste natural en todo dirigente y el cansancio moral consecuencia de los debates internos, que hunden más que el enfrentamiento con el mundo. Casi todos nosotros soñamos con el abandono de la vida activa. Dedicar los años que nos quedan a leer y escribir lo que hasta ahora no hemos podido y frenar casi en seco el ritmo de trabajo.
Nos duele, sin embargo, la falta de nuevos dirigentes en el Movimiento Evangélico español de hoy. El contexto social del momento no es el más apropiado para generar idealistas y soñadores. Pero esto ha de ser tema de otro artículo.
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