Esta película inglesa trata de un tema tan inglés como la monarquía británica, pero no es una producción histórica de presupuesto disparatado, sino
un relato íntimo que va más allá de los tópicos de las historias de superación personal, a las que el cine norteamericano nos tiene acostumbrados. Colin Firth hace aquí uno de esos contenidos papeles que le han hecho famoso, pero acompañado de explosiones de ira, que le dotan de una profunda humanidad.
Su vulnerabilidad nos muestra la fuerza de la debilidad.
Si es difícil hablar a otra persona tartamudeando, podemos imaginar lo que esto supondría a un monarca que tenía que dirigirse por radio a todo el imperio británico, para declarar la guerra a Alemania en 1939. En momentos así, los oyentes esperaban un mensaje firme, claro y decidido, no tartamudeos, entre torturados silencios...
Este era un hombre además que no quería ser rey. Tras la muerte de su padre –el autoritario Jorge V–, el trono pasa a su hermano Eduardo VIII, que renuncia a él, “para casarse con la mujer que quiere” –la norteamericana Wallis Simpson–, que se había divorciado dos veces y tenía una mala reputación.
La responsabilidad a la que el nuevo rey se enfrenta, con toda su incapacidad y vergüenza, es oponerse nada menos que a Hitler. El reticente y tartamudo monarca es contrastado así con la elocuencia apasionada del
Führer. La película no entra en la admiración de su hermano por el nazismo –apoyado entonces incluso por Churchill–, sino que se limita al conflicto personal de su vida íntima.
UN RELATO PROFUNDAMENTE HUMANO
A partir de La reina de Stephen Frears (2006), el cine británico ha logrado humanizar la realeza con escenas que muestran la monarquía en una privacidad hasta ahora desconocida. El director de teatro y televisión Tom Hooper –autor de varias series históricas, entre ellas una dedicada a Isabel I (2005) – lleva ahora a la pantalla un guión de David Seidler –basado en su propia obra de teatro– sobre su experiencia con la tartamudez de niño, en la Inglaterra de la segunda guerra mundial, proyectada en el personaje histórico de Jorge VI –padre de la actual reina Isabel II–.
La sobria puesta en escena de
El discurso del rey se basa en un extraordinario guión y unos excelentes actores. Por una parte, el atormentado Colin Firth transmite convincentemente el inmenso esfuerzo que le produce articular una frase seguida. Por otra, el reconfortante Geoffrey Rush muestra una generosidad y un atrevimiento propio de este logopeda y actor frustrado, que compensaba su falta de titulación con su descaro australiano y vocación de terapeuta sensible a los estados de ánimo.
Junto al monarca está su fiel esposa, interpretada por una sorprendente Helena Bonham Carter, que puede ser inmisericorde –como en las películas de
Harry Potter–, pero que aquí aparece llena de tacto y amor a su marido, como la futura reina madre. Fue ella la que autorizó hacer la película, después de su muerte el año 2002, cuando tenía ya 101 años. Esta valiente reina fue considerada una vez por Hitler como la mujer más peligrosa que vivía entonces. Detrás de esa
dama de hierro de la batalla de Inglaterra, está sin embargo la sensibilidad de una esposa, que cuida de sus dos hijas, ayudando a su marido a enfrentarse a sus miedos e inseguridades.
LA TRAGEDIA DELREY TARTAMUDO
El magistral guión de Seidler se extiende entre dos discursos. El primero es un verdadero desastre.El entonces duque de York sufre una experiencia humillante, cuando en 1925 tiene que cerrar los actos de una exposición internacional, por una enfermedad de su padre, con un mensaje radiado para todo el Imperio, desde el estadio londinense de Wembley. Un Bertie sudoroso y aterrorizado tartamudea ante los semblantes abatidos de los espectadores, que bajan la
cabeza y apartan la mirada ante su angustioso silencio.
Firth encarna poderosamente la frustración de este hombre atormentado por sus propios demonios.Después de probar técnicas tan absurdas como colocarse un puñado de canicas en la boca –aunque se remonten al propio Demóstenes–, descubre la extravagante terapia del australiano Logue, que saca a la luz las evidentes marcas de unas heridas emocionales, que le impiden expresarse en público. Al principio desiste, porque no quiere hablar de asuntos personales, pero luego se da cuenta de que su problema no es físico, cuando oye su voz, grabada en un disco mientras escucha música a todo volumen con unos auriculares.
Esta es la historia también de una amistad improbable. La película narra sus constantes encuentros y desencuentros, mientras crece el vínculo que les une, al conocerse y entenderse el uno a otro, a lo largo del tiempo. El dolor y el resentimiento se muestran abiertamente, mientras que la admiración y la gratitud son raramente confesadas, de acuerdo a la tradicional flema británica. Uno quiere escapar de la atención de los demás, mientras que el otro en el fondo desea ser reconocido. Así que fácilmente se hieren el uno al otro.
PODER EN LA DEBILIDAD
El personaje de Bertie es contrastado en esta película no sólo con Logue, sino también con su hermano Eduardo, que prefiere su felicidad a la responsabilidad que le da el deber de su posición. Y finalmente, sobre todo con Hitler. Bertie está viendo con su esposa y sus hijas un noticiario cinematográfico sobre una de las concentraciones nazis en Nuremberg. El carisma del líder es contrastado aquí con la humildad del monarca británico. Las apariencias sin embargo engañan…
“
Dios eligió a los que desde el punto de vista humano son débiles, despreciables y de poca importancia, para que los que se creen importantes se den cuenta de que en realidad no lo son” (
1 Corintios 1:27).
En su discurso final, el rey cita un poema que no aparece en la película: “Yo dije al hombre que estaba a la puerta del nuevo año:
Dame luz y podre adentrarme con seguridad en lo desconocido; y él contestó:
Entra en la oscuridad y pon tu mano en la mano de Dios.
Eso será mejor que una luz, y más seguro que el camino conocido.
Porque
el poder de Dios es mayor que nuestra debilidad. Él nos guía en medio de la oscuridad y nos guarda de todo mal.
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