Siglo veinte,
Cambalache,
Melancólico y febril.
La palabra cambalache, de poco uso, es un sustantivo masculino que familiarmente expresa cambio, trueque de objetos.
El XX, que ya ha pasado, ha sido el siglo de los grandes cambios. El hombre horizontal, construido con los retazos de una filosofía materialista y hedonista, que se proponía anular al hombre vertical, con raíces en el cielo y ramas en la tierra, como un árbol al revés, ha sido incapaz de conducir a la humanidad hacia una sociedad satisfactoria y en paz.
La ciencia y la tecnología nos han asombrado con cambios espectaculares. Nadie lo puede negar.
La era espacial alcanzó su punto prominente con la llegada del hombre a la luna.
La ciencia nuclear ha generado armas capaces de convertir la tierra y sus habitantes en un incendio cósmico de destrucción global.
La ciencia médica, en todas sus vertientes, nos ha dejado boquiabiertos. Los trasplantes de órganos ya son un pasatiempo de estudiantes de medicina. Se han realizado con éxito trasplantes de ovarios de una mujer a otra. Cirujanos alemanes han desarrollado la técnica de implantar marcapasos en el cerebro. Se han hecho trasplantes de manos. Se ensaya el trasplante de la memoria de un cerebro a otro y el embarazo de hombres.
Es verdad, como lo escribe el científico australiano Paul Davíes en su libro “LA MENTE DE DIOS”, que en el siglo XX la ciencia ha logrado descifrar algunos de los enigmas que nos regala el universo. Algunas de las leyes que lo controlan han sido desveladas por el hombre. Pero es verdad también, como observa el científico, filósofo y teólogo español José Antonio Jáuregui en “DIOS, HOY”, que la ciencia moderna, la ciencia del big-bang, de los agujeros negros y del caos, ha desembocado en la teología, en la religión, en Dios.
Por otra parte, ese siglo XX cambalache nos ha legado unos avances técnicos que parecían inimaginables. Un avión nos lleva en cuatro horas desde París a Nueva York. Un ascensor nos sube ochenta pisos con sólo apretar un botón. Un automóvil moderno puede llevarnos de un lugar a otro a trescientos kilómetros por hora. Un robot construido en Japón hace los trabajos de un criado o de un mayordomo.
Las comunicaciones nos han desbordado. Millones de ejemplares de periódicos y revistas se publican a diario en el mundo. Emisoras de Onda Media envían sus mensajes por todos los rincones de la tierra en cuestión de segundos. La televisión suministra al momento imágenes de acontecimientos que ocurren en los países más lejanos. Internet nos conecta al instante y a un costo reducido con millones de personas en el mundo. El teléfono móvil, o celular, nos permite llevar en el bolsillo del pantalón un pequeño aparato a través del cual podemos mandar mensajes hablados o escritos de un extremo a otro de la tierra.
El impacto del desarrollo científico y técnico sobre el pensamiento religioso ha modificado algunas maneras de concebir el hecho religioso y la función de Dios en el universo.
Pero en todo ese progreso que nadie discute, ¿hay razones para negar la existencia de Dios? ¿Podemos prescindir de Dios? ¿Es Dios creíble ahora, en el siglo XXI?
El gran compositor valenciano, ya fallecido, Joaquín Rodrigo, ciego de nacimiento, respondió en su día al novelista catalán José María Gironella cuando éste le preguntó qué lugar ocupa Dios en el mundo actual. “El mundo es infinito –dijo Rodrigo-. El universo es infinito. Ninguna conquista cambiará nada sustancial. Cuantos más secretos el hombre, en su evolución ascendente, consiga dominar, más motivos concretos tendrá para admirar la omnipotencia de Dios”.
¡Esto lo dice un ciego! ¡Cuánta luz en su cerebro!.
“Dios no es compatible con los avances del siglo XXI”, oímos gritar por todos los vientos. Entonces, si no es compatible, si ya está jubilado, si se ha llegado a la conclusión de que la ciencia y la técnica han puesto fin a sus días, ¿por qué no se le deja en paz? ¿A cuentas de qué, ahora mismo, en nuestros días, quienes le niegan andan empeñados en averiguar su origen, su sentido en el universo, su función en la parcela humana, su presencia en la Historia y en el pensamiento del hombre? Si Dios no existe, o si ya no nos vale, si le ha caducado el Documento Nacional de Identidad, si le han retirado definitivamente el carnet de conducir, si la tarjeta de Identificación Fiscal se le ha quedado obsoleta, si la Seguridad Social lo cuenta como un jubilado irrecuperable, ¿por qué los que dicen que no creen se ocupan tanto de El?
Al negar su existencia ya están presuponiendo su esencia.
Todavía, hoy, ahora mismo, Dios es tan creíble como lo ha venido siendo desde el alborear de la raza humana. Uno de sus apóstoles inspirados, Santiago, escribió estas palabras definitivas: En Dios
“no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17).
Dios, en cuanto fuente de toda luz, no conoce variación alguna ni está sometido al vaivén de los siglos. Su luz es siempre la misma. Su presencia entre los seres por El creados es inmutable.
Si Dios no fuera creíble en el siglo XXI el porvenir de la raza humana sería verdaderamente siniestro. Ante nosotros sólo tendríamos la nada, como en el cuento de Hemingway.
El siglo XX se fue sin que nos fuera dado encontrar el paraíso perdido. La sociedad del XXI presenta muchas vertientes horribles y dantescas. Las catástrofes que ahora nos amenazan no tratan de ordenar nada, sino de destruirlo todo. ¡Sería hermoso que Jesús regresara, viviera entre nosotros y nos dijera que sigue siendo tan necesario para señalarnos caminos y trazarnos metas en este siglo cambalache como lo fue para la pequeña comunidad que lo tuvo hace más de dos mil años!
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