La idea de publicar en Francia un diccionario enciclopédico que reuniese por orden alfabético todos los conocimientos humanos se le ocurrió al editor Le Breton en 1745. Su intención inicial era traducir y adaptar la Enciclopedia Británica de Chambers, que vio la luz en 1728. La empresa fracasó. En 1747 Denis Diderot, defensor del racionalismo crítico, asumió la dirección de la Enciclopedia, en colaboración con el filósofo Jean Le Rond D´Alembert quien, a la luz de las enseñanzas de Bacon, se movía entre el idealismo, el materialismo y el racionalismo.
La aparición del primer volumen en julio de 1751 fue recibida en medio de un gran escándalo. A Diderot le llovieron los ataques de jansenitas, jesuitas y de la alta jerarquía de la Iglesia católica francesa. Lo acusaban de exponer las teorías racionalistas de forma que negaban valor alguno a la fe y prescindían de la trascendencia del ser. Para los enciclopedistas, la razón era el alma misma del mundo y el factor religioso quedaba reducido a una creencia vacía.
La incansable actividad de Diderot culminó el trabajo. En 1765 ya habían aparecido los volúmenes de texto y en 1772 los de grabados. Si esta Enciclopedia ha pasado a la historia se debe fundamentalmente a su carácter como instrumento de lucha ideológica y expresión de la actitud intelectual de los llamados filósofos del siglo XVIII francés, el siglo de la razón.
Escribo lo que escribo porque la Editorial Anagrama, de Barcelona, acaba de publicar un libro que reconstruye las peripecias que vivieron Diderot y el resto de los ilustrados franceses del siglo XVIII empeñados en dar a luz la Enciclopedia. El libro se titula simplemente “Encyclopédie”. Ha sido escrito por el alemán afincado en Paris Philipp Blom. La traducción al castellano es de Javier Calzada.
Thomas Carlyle, afamado historiador y crítico escocés del XIX dijo que la Enciclopedia preparó el camino a la revolución francesa, que estalló poco después, en 1789. Esta revolución cambió el destino de Europa, sacudió los cimientos de la civilización occidental y entronizó la edad de la razón.
Las lumbreras de la época declararon una guerra sin tregua al Cristianismo, pero cometieron un grave error: En su repudio del catolicismo no supieron o no quisieron distinguir entre el cristianismo del Vaticano y el Cristianismo de los cuatro Evangelios. Dirigiéndose al clero católico, Voltaire lanzó su famoso grito: “Os habéis aprovechado de la ignorancia, de la superstición y la demencia, para tenernos encadenados bajo vuestras plantas; ¡temblad cuando llegue el día de la Razón!”.
El día profetizado llegó. La Comuna de París organizó en la catedral católica de Notre Dame una fiesta en honor de la razón. La actriz Aubry salió de un templo dedicado a la filosofía y se sentó en un trono para recibir el homenaje del pueblo que cantaba la libertad del pensamiento. Quedaba inaugurada la edad de la razón. El político George A. Chabot hizo público un decreto mediante el que declaraba la catedral de Notre Dame como “el Templo de la Razón”.
Había nacido el nuevo evangelio de la Humanidad. Los héroes de la Bastilla ridiculizaban la fe en el Redentor divino, borraban al Ser supremo de la tabla de los derechos del hombre, jubilaban a Dios y exaltaban la razón como única referencia religiosa. La razón se convirtió en una nueva religión. Sin Dios, sin vida interior, sin verdad espiritual, sin culto al cielo, sin esperanza de ultratumba. Si hubieran esperado sólo medio siglo, Dostoievski les habría dicho que “jamás la razón estuvo capacitada para definir lo malo y lo bueno, y para separar lo malo de lo bueno; siempre se equivocó lamentablemente”.
En 1799, el mismo año en que el estallido revolucionario derramó por las calles de Francia las últimas gotas de sangre, Goya dio a conocer el famoso grabado que presenta al artista durmiendo y soñando sobre su mesa de trabajo mientras que por encima, en la sombra, murciélagos vienen y van bajo la representación de un perro y un asno, símbolos del vicio y la ignorancia. Murciélagos y búhos, criaturas de la noche, vuelan en la oscuridad y un murciélago gigante aletea amenazadoramente sobre la cabeza del pintor. En el frente de la mesa, destacando el blanco sobre un fondo de aguatinta de suave tono, figura grabada una frase que se ha hecho conocida: “El sueño de la razón produce monstruos”.
Los sueños de aquella razón exaltada por los filósofos franceses del siglo XVIII dieron lugar a los monstruos de Goya.
Quienes se propusieron “llevar la clara luz de la razón hasta los últimos confines del Universo” nos han llenado el alma de murciélagos, de noches tenebrosas, de oscuridad y de vacío.
¡Qué herencia la de los siglos siguientes! La edad de la razón desembocó en la muerte de Dios. Nietzsche y su loco de ficción lograron sacar la muerte de Dios del santuario de la filosofía e introducirla en el templo de la teología. ¡Qué locura!. ¡Qué desvarío! El poeta francés Paul Valery decía, con acierto, que utilizamos la razón para no comprender nada de Dios, quien es la Razón suprema.
La razón sin fe, sin Dios, sin Palabra divina, sin Padre nuestro que está en los cielos, ha alumbrado un nuevo Leviatán. Una sociedad materialista y utilitaria, con vida propia al margen de lo espiritual, que descarta lo celestial y glorifica la carne entre cánticos profanos.
Esta es la situación.
Ese es nuestro desafío.
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