En Jerusalén he estado dos veces. He preguntado a unos y a otros por la tumba de Jesús de Nazaret, pero nadie me ha dado noticia de ella. No existe. El cristianismo es la religión de la tumba vacía.
Los datos más fiables establecen que Jesús fue enterrado en Jerusalén en la fecha que corresponde a nuestro 3 de abril del año 33. Era domingo. Resucitó sin dejar huellas de su enterramiento.
El pasado domingo se conmemoró un año más del acontecimiento que dio un vuelco a la historia de la humanidad.
La efeméride me ha inducido a escribir este artículo. La resurrección de Cristo, tema central en la predicación de los apóstoles, es la columna central del cristianismo. Su piedra angular. Sin resurrección Cristo queda reducido a un hombre más, gran profeta, gran maestro, gran moralista, pero sólo hombre, hombre perecedero y finito.
San Pablo lo plantea en toda su cruda realidad:
“Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe…. Somos hallados falsos testigos de Dios” (1ª Corintios 15:14-15).
Pura lógica.
Cuando el mismo apóstol y en el mismo capítulo escribe que Cristo resucitó “conforme a las Escrituras”, se está refiriendo a las profecías del Antiguo Testamento, escrituras que él había estudiado desde niño y conocía a la perfección.
En el discurso profético sobre la resurrección de Cristo se señala la historia de Abraham e Isaac en el monte Moria. Isaac no llegó a ser sacrificado. Y la Palabra inspirada indica que el padre
“le volvió a recibir por figura” (Hebreos 11:9). Figura de la resurrección de Jesús.
El episodio de Jonás contiene un mensaje más transparente:
“Como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches” (Mateo 12:40).
Está también el significativo pronunciamiento del rey y poeta David:
“No dejarás mi alma en el sepulcro, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (Salmo 16:10).
Y la contundente declaración profética de Isaías:
“Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días---“ (Isaías 53:10).
Que Cristo conocía estos textos y que era consciente de que había de resucitar da fe su intrépido desafío a los judíos fariseos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19). Se refería, es obvio, al templo de su cuerpo.
Quienes no admiten la resurrección de Cristo se sacuden el problema objetando que la resurrección es un mito. ¿Un mito? El mito tarda siglos en incubarse. Los seguidores del Maestro hablaban por todas partes de la resurrección a los pocos días de haber tenido lugar, cuando era fácil desmentirla.
No murió, dicen otros. Padeció un colapso en la cruz. Admitiendo el supuesto y posible desmayo, cuando aún permanecía en el madero un soldado romano
“le abrió el costado con una lanza” (Juan 19:34) ¿Pudo el supuestamente desmayado Jesús sobrevivir a aquél desgarro del corazón? Quienes no leen o leen y no entienden, o no quieren entender, pasan por alto el hecho capital que registra el evangelista Marcos: Pilatos no quedó tranquilo hasta que se hubo cerciorado de la muerte real del crucificado.
¿Y los que dicen que robaron el cuerpo de Cristo y lo escondieron para hacer creer que había resucitado? Son tontos. ¿Quiénes robaron el cuerpo, los discípulos? Primero, ellos no creían en la resurrección; segundo, tras la muerte de Cristo todos volvieron a las faenas seculares que desempeñaban tres años atrás, considerando que había terminado la historia; tercero, ¿cómo podía un grupo de hombres débiles enfrentarse a la poderosa guardia romana que custodiaba el cuerpo por orden expresa de Pilatos, avisado precisamente de la posibilidad del robo?; cuarto, ¿qué se hizo del cuerpo? Las autoridades judías, que tanto empeño habían puesto en la condena de Jesús, y las autoridades romanas, ¿no removerían Jerusalén por aquellos días en busca del cuerpo muerto?.
¡Y apareció la Magdalena! Cultivadores de la novela romántica han dicho que fue el amor de María Magdalena lo que dio lugar a la creencia de la resurrección. ¡Fantástico! El amor de una mujer puede elevar a un hombre hasta la gloria suprema o puede hundirlo en el pantano de la humillación y la derrota. Pero ningún amor, jamás, ha tenido el poder necesario para resucitar a un muerto.
Puesto que en este artículo no caben más palabras, que las últimas sean las del apóstol Pablo: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1ª Corintios 15:3-4).
Si quieres comentar o