En nuestros días no a todos los que mueren se les trata de esa forma. Ahora también se incineran los cadáveres, sin necesidad de echar mucha o poca tierra sobre sus ataúdes.
En mayo de 2004 viví una experiencia que me acercó al trance de la incineración. Vivían en Madrid dos hermanos, Francisco, de 76 años, y Salvador, de 74. Solteros los dos, siempre estuvieron juntos, entrañablemente unidos. Convertidos en Tetuán, Marruecos, en 1967 se instalaron en Madrid y se integraron a una congregación de la Iglesia de Cristo, donde se mantuvieron activos a lo largo de los años. Salvador murió el 8 de mayo de 2004. Su cuerpo fue incinerado en el cementerio La Almudena, de la capital. A los diez días entregaron a Francisco una especie de florero en una bolsa de plástico, con 400 gramos de ceniza. Salvador había pedido a su hermano que esparciera las cenizas en el mar de Melilla, donde había nacido. Compré dos billetes de avión. Recogí a Francisco en su domicilio. Bajó las escaleras con una bolsa verde en su mano derecha. Dentro iba el florero –como él lo llamaba- con las cenizas de Salvador. Ya en el avión colocó la bolsa sobre sus rodillas con cariño, como si dentro llevara a un bebé dormido. En Melilla buscamos una playa rocosa. Vi a Francisco descender torpemente, pisando con titubeos, agarrándose a las rocas. Por fin afirmó sus pies en una. Sacó “el florero”, vertió las cenizas al agua y mantuvo la vista fija durante algunos instantes. Cuando las cenizas se diluían en las aguas marinas recordé los versículos de San Pablo:
“Todos seremos transformados; en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta” (1ª Corintios 15:51-52).
Esto es exactamente la incineración. Se reduce el cuerpo humano a cenizas en hornos especiales. Estas cenizas se guardan en una pequeña caja que los operadores del horno entregan a los familiares del difunto. Ellos deciden si las entierran, las conservan en sus casas o las esparcen.
La incineración de cadáveres no es un hecho recién inventado. Cualquier Enciclopedia nos dirá que ya se practicaba entre los años 1400 antes de Cristo y el 400 después de Cristo. En la aristocracia romana y la familia imperial era la forma de enterramiento más común. La Ilíada, de Homero, refiere la incineración de Patracio. Entre los hinduistas es obligatoria hasta el día de hoy.
En países católicos la incineración estuvo prohibida durante siglos. Se creía que si se destruía el cuerpo este no podría resucitar. En 1964 el papa Pablo VI la autorizó “mientras no sea hecha por razones contrarias a la fe cristiana”. Desde entonces, la incineración ha sido rápidamente aceptada en estos países.
Según desveló a la agencia EFE el director de Servicios de la Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid, Gabino Abadanes, la sociedad española ha evolucionado en este sentido, ya que cuando en 1973 se instaló el primer horno crematorio en Madrid, en el cementerio de la Almudena, su actividad no superó las cincuenta incineraciones aquél año, mientras que en 2005 75.583 cadáveres fueron incinerados.
Tres provincias andaluzas, Cádiz, Málaga y Sevilla, son las que “se llevan la palma” a la hora de elegir la incineración con respecto a otras ciudades españolas.
En los Estados Unidos de Norteamérica, de mayoría protestante, 30 de cada 100 cadáveres son incinerados. Las grandes empresas ofrecen opciones muy variadas para conservar las cenizas: en medallones, en anillos, en pendientes, en cintas, en delicados objetos de cristal. Una compañía de California ha popularizado pequeños osos de peluche. Susan Frazer, propietaria de una de estas empresas, tiene en su casa tres ositos con cenizas de su hijo Ryan, muerto a los 14 años. Un oso tiene escrito su nombre, otro el día de su nacimiento y el tercero el día en que falleció.
Algunos sectores evangélicos se oponen con tenacidad a la incineración de cadáveres humanos. Sin embargo en la primera parte de la Biblia se habla de cuerpos que fueron quemados. Pueblos paganos quemaban a jóvenes como ofrendas a sus dioses (Deuteronomio 12:31). Jehová manda que los judíos anatematizados fueran quemados (Josué 7:15). Los filisteos quemaron a la mujer y al suegro de Sansón (Jueces 15:5-6). También
“los de Sefarvaim quemaban a sus hijos en el fuego” (2º de Reyes 17:31). El rey Josías sacó huesos de sus sepulcros
“y los quemó sobre el altar” (2º de Reyes 23:16).
El caso más notorio es el del rey Saúl. Cuenta la Biblia que, derrotado en la batalla, los filisteos le cortaron la cabeza y colgaron su cuerpo
“en el muro de Bet-sán”. Judíos valientes de Jabes de Galaad llegaron de noche al lugar
“y quitaron el cuerpo de Saúl y los cuerpos de sus hijos del muro de Bet-sán; y viniendo a Jabes, los quemaron allí. Y tomando sus huesos, los sepultaron debajo de un árbol en Jabes” (1º de Samuel 31:8-13). La incineración no era costumbre israelita, pero no hay argumento alguno que haga cambiar los textos. Dicen lo que dicen. Y punto.
Quienes se manifiestan en contra de la incineración pretextando que dificultaría la resurrección de los cuerpos deberían contestar estas preguntas: ¿Cómo resucitarán entonces los que perecen en incendios, los devorados por fieras, los tragados por tiburones? ¿Qué significaba Job cuando escribió que después de deshecha su piel en su carne vería a Dios? (Job 19:26).
El hombre completo, cuerpo, alma, espíritu, ¿desaparece en la incineración? ¿Acaso el alma y el espíritu pueden ser reducidos a cenizas?
Es para pensarlo.
Si quieres comentar o