La teología que yo he aprendido enseña que el diablo o demonio fue en sus orígenes un ángel, al parecer un ángel hermoso, utilizando un antropoformismo bíblico. Con el ángel principal se rebelaron otros ángeles y todos fueron lanzados al infierno. El mal, entonces, no vendría de la primera mujer, ni del primer hombre, sino de los ángeles rebeldes.
Pero la rebeldía, ¿no es un mal? Si aquellos ángeles buenos y bonitos se rebelaron contra el Creador, ya había en ellos una naturaleza maligna, rebelde. Ya existía el mal. ¿Y de dónde provenía, si Adán y Eva aún no habían pecado? ¿Quién dotó a los ángeles buenos de la facultad del mal, que acabó precipitándoles a los infiernos y emergiendo del estado de condenación para introducir el mal en el mundo a través de la primera pareja humana?
De aquí no pasa mi mente. No lo sé. Me refugio en mi ignorancia.
Los dos primeros versículos del Génesis también me dan problemas. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Correcto. Pero a continuación leo: “Y la tierra estaba desordenada y vacía”.
Entiendo que hay dos formas de interpretar este texto y las dos me dejan perplejo.
Una primera teoría supone que la expresión “en el principio creó Dios los cielos y la tierra” es un fórmula introductoria, una manera de escribir muy admitida en la gramática hebrea. Una síntesis de toda la obra de la creación que luego va a describirse.
Lo explicaré con un ejemplo de nuestros días. Que un historiador de la actual capital de Brasil escriba: “El año 1956 se inauguró oficialmente la ciudad de Brasilia” (versículo 1). Luego, versículo 2: “Brasilia se construyó sobre terrenos situados en plena selva”, etc.
Si acepto esta primera hipótesis he de aceptar también que antes de la creación de los cielos y la tierra existía el caos, el desorden, la anarquía. Pero la anarquía, el caos, el desorden, ¿no supone la existencia del mal? ¿De dónde, pues, procedía tanta maldad?
La segunda hipótesis me confunde más. Mantiene que el primer versículo del Génesis no es una fórmula introductoria, sino el registro de un hecho real: que en el principio de todos los principios Dios creó los cielos y la tierra. Los partidarios de esta idea añaden que entre el primer versículo del Génesis y el segundo se produjo una hecatombe cósmica. Algunos comentaristas creyentes del Génesis sitúan aquí, para ajustar la verdad bíblica con la hipótesis de la ciencia, lo que hoy se conoce como Big Bang. Esta teoría científica mantiene que el origen del universo se debe a una explosión y expansión de materia y energía, también llamada huevo cósmico.
Esta segunda posibilidad tampoco aclara mi desconcierto. Porque si Dios creó el cielo y la tierra se supone que los creara perfectos. Entonces, ¿de dónde salió esa monstruosa fuerza maligna que convirtió la creación de Dios en desorden, vacío y oscuridad, según leo en Génesis 1:2? ¿Estaban ya creados los ángeles? ¿Se había producido la rebeldía de uno de ellos? ¿Existía el diablo? ¿Lideró Satanás la batalla cósmica que ganaría, arruinando la primitiva creación de Dios? Claro que, respondidas afirmativamente esas cuestiones, cosa que me parece casi imposible, el tema me llevaría de nuevo a preguntar quién había puesto el mal en el corazón del ángel.
Los siguientes versículos en el primer capítulo del Génesis me plantean otros interrogantes. El tres y el cuatro dicen: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena”. La exaltación del bien se repite en los versículos 10, 12, 18, 21 y 25. Al final de cada acción creadora Dios se complace en saber que ha hecho algo bueno.
Pienso: el bien, ¿no es lo opuesto del mal?¿Podría distinguirse la oscuridad si no existiera la luz?
Si Dios sabe que lo que ha hecho es bueno, que está bien hecho, ¿quiere decir que podría haberlo hecho menos bueno o haberlo hecho mal? No me aclaro. Si desde el primer acto creador de Dios se subraya la existencia del bien, de lo bueno, pienso que tal vez existía ya el mal, lo malo. Todo esto, antes de haber creado al hombre a su imagen y semejanza. Y si ya existía, ¿de dónde procedía el mal?
Estas reflexiones, que corto aquí, no son más que un desahogo de mi razón. No cuestiono nada. No deduzco nada. No niego nada. Tan sólo pregunto, razono. Afortunadamente, la razón no ha muerto. Ni Dios pretende amordazarla. La razón, como la fe, es un don de Dios. Y muchas veces la razón ha de hallar en sí misma el fundamento de sus creencias.
Pero sé también que puedo envanecerme en mis razonamientos, como advierte San Pablo (Romanos 1:21). Y por más que razone puedo quedar como abismado (Job 37:20) ante el misterio de Dios (Colosenses 2:3), lo insondable de sus juicios, lo inescrutable de sus caminos, la imposibilidad de entender su mente (Romanos 11:32-33).
Me quedo con lo que sé. Acepto lo que entiendo. Me reafirmo en lo que creo, en lo que siempre he creído y proclamado: las cosas que yo considero secretas de la revelación bíblica, debido a mis cortas luces, “pertenecen al Señor nuestro Dios”. Yo sólo puedo argumentar sobre los hechos que me son revelados (Deuteronomio 29:29).
Lo que dijo Jesús a Pedro me lo dice también a mí: lo que él hace, lo que él dice, lo que él calla, yo no lo entiendo ahora, lo entenderé después (Juan 13:7). Porque ahora, con esta mente mía tan pobre, tan limitada, soy un ser imperfecto, como un niño, veo como en un espejo, de modo confuso, toda la revelación de Dios.
Espero que llegue el “entonces”, el día de mi desdoblamiento como persona, cuando una parte quede en la tierra que me oprime y la otra acuda al cielo que me llama. Cuando ese momento llegue veré cara a cara y lo conoceré todo, todo cuanto mi pequeño cerebro es incapaz de razonar ahora.
Los investigadores coránicos de mi tierra árabe, cuando tropiezan con una dificultad teológica, la zanjan con una palabra de aceptación y sumisión: “Mectub”. Que significa: está escrito. Y lo que está escrito en la revelación bíblica es definitivo. Está escrito.
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