Por un lado, la sociedad española estaba mentalizada en una educación antiprotestante. Luís Buñuel, el genio de la cinematografía, cuenta en su libro “
Mi último suspiro” una experiencia que era compartida por casi la totalidad de los niños españoles: “Durante los trece o catorce años de mi vida… -escribe Buñuel- nuestro odio corporativo se concentraba en los protestantes, por instigación maligna de los jesuitas. En una ocasión, durante las fiestas del Pilar, llegamos a apedrear a un infeliz que vendía Biblias por céntimos”.
Por otro lado, tanto la jerarquía católica como los sacerdotes de base, sabiéndose triunfadores y protegidos por un gobierno que les cubría las espaldas, continuaban en su desprestigio de la fe evangélica y en los ataques a sus miembros a los que calificaban de rojos, comunistas, masones y cosas peores. Ya Pio X, el Papa que mandó en el Vaticano desde 1903 a 1914, había escrito en su Catecismo: “El Protestantismo o religión reformada, como orgullosamente la llaman sus fundadores, es el compendio de todas las herejías que hubo antes de él, que ha habido después y que pueden aún nacer para ruina de las almas”.
Esta mezquindad era creída, compartida y divulgada punto por punto, letra por letra por la jerarquía católica que ganó la guerra junto a Franco. Y los de más arriba, los que vestían sotanas de colores llamativos, se encargaban de inculcar sus ideas a todos aquellos que ejercían alguna función pública, desde el conserje de un ministerio hasta el Jefe del Estado.
Nada tiene de sorprendente, pues, que Franco no quisiera saber nada de los protestantes.
En junio de 1948 la Convención Bautista reunida en Sabadell acordó enviar un escrito a Franco, poniéndole al tanto de la angustiosa situación que vivían -sí aquello era vivir- los protestantes españoles. Franco nunca respondió. Su secretario militar, Franco Salgado, mandó a los remitentes del escrito un frío acuse de recibo. Nada más.
Tozudos, los dirigentes protestantes insistieron. En febrero de 1950, los pastores Juan Cabrera y Carlos Araujo, personalidades destacadas y reconocidas en la España evangélica de la época, escribieron una nueva carta a Franco, solicitando, entre otras cosas, “garantías de tolerancia de cultos sin impedimentos ni alteraciones”.
Por toda respuesta, los autores de la carta recibieron una copia de la Orden del Ministerio de la Gobernación de 23 de febrero de 1948 a los gobernadores civiles, donde se afirmaba que los lugares de culto protestantes eran “centros de conspiradores masónicos contra el orden público”.
Mientras tanto, las condiciones restrictivas contra los protestantes perduraban.
Cuando en 1956 se decidió la creación de la Comisión de Defensa Evangélica Española, de cuyo evento me ocuparé en un próximo artículo, el protestantismo vivía una era de intolerancia que afectaba a todas sus estructuras.
En mi libro
“Defensa de los protestantes españoles”, cuya primera edición se publicó en Tánger en 1958, siguiendo una segunda edición en Barcelona al año siguiente y traducido al inglés en Londres poco después, expuse cuál era la situación de esta minoría religiosa antes de que se constituyera la Comisión de Defensa.
- Estaba prohibida la apertura de locales de culto.
- Se multaban las reuniones de más de 20 personas en domicilios particulares.
- Pastores y otros dirigentes de iglesias eran encarcelados cuando se negaban a pagar sanciones que consideraban arbitrarias.
- Soldados evangélicos eran enviados a los calabozos por negarse a asistir a Misa, especialmente la que seguía a la Jura de la Bandera.
- Trabajadores evangélicos eran despedidos cuando sus jefes o patrones conocían su filiación religiosa.
- Las jóvenes parejas que querían contraer matrimonio civil tropezaban con dificultades, a veces insuperables.
- En las ciudades donde no había cementerio civil, que eran la mayoría, a los evangélicos fallecidos se les enterraban “en el corral”, auténtico estercolero al otro lado de la pared del llamado cementerio católico.
- Los hijos de familias evangélicas eran discriminados en sus estudios, desde la Enseñanza primaria hasta la Universidad.
- Los cargos en la administración del Estado estaban generalmente vedados a los evangélicos.
- La impresión de Biblias, himnarios y demás literatura evangélica estaba rigurosamente prohibida.
- Quienes se atrevían a publicar simples folletos se exponían a fuertes sanciones e incluso a penas de cárcel.
- Los pastores no eran reconocidos como tales ni aceptados en la Seguridad Social del Estado. Carecían de asistencia médica y no tenían pagas de jubilación.
- Las actividades externas de las iglesias locales eran consideradas como proselitistas y sancionadas con multas.
- El acceso a los medios de comunicación era impensable. Periódicos y emisoras de radio no aceptaban ni un simple anuncio pagado de procedencia protestante.
- Líderes evangélicos que querían trasladarse a otros países encontraban muchas dificultades a la hora de tramitar el preceptivo pasaporte.
Las funestas cadenas de intolerancia no se agotan en la relación expuesta. Pero dan idea del ambiente de tortura que padecían los evangélicos españoles cuando decidieron crear la Comisión de Defensa Evangélica.
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