“Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé…” ¿Quién puede dejar la lectura de un libro que comienza así? La novela
El extranjero se desarrolla en el país donde nació Camus
–la actual Argelia
–, cuando era todavía una colonia francesa. El manuscrito que llevaba con él cuando murió
–El primer hombre– reconstruye aquellos años de niñez y adolescencia…
El padre de Camus era un agricultor, que se murió al año siguiente de nacer él. Se cría por lo tanto con su madre en Argel en casa de su abuela. Ella era de Menorca. Aunque era analfabeta y prácticamente sorda, trabajaba hasta la extenuación para mantener a sus dos hijos. “La pobreza
–decía el escritor
– no me ha enseñado el resentimiento, sino al contrario, una cierta fidelidad y una muda tenacidad”.
Albert estudia mucho desde pequeño. Destaca tanto en el colegio, que su profesor le ayuda a conseguir una beca para estudiar el bachillerato. Su abuela se opone a ello, pero el maestro logra convencerla, haciendo que Camus trabaje durante el verano. El filósofo se acuerda por eso siempre de su profesor, a quien considera como un padre y le dedica el Premio Nobel en 1957.
EXTRANJERO DE SÍ MISMO
Camus era un buscador. Como sus admirados Agustín y Pascal, tenía un corazón
inquieto que no se contentaba con respuestas fáciles a las cuestiones fundamentales de la vida humana, pero estaba abierto al milagro de la gracia. Desilusionado y exhausto, espera encontrar un sentido a su vida, tras la separación de su mujer
–con la que se había casado a los 21 años, sin que fuera realmente correspondido por ella
– y el abandono del Partido Comunista
–al que se había afiliado dos años antes, en los que constata la incoherencia entre el ideal y la práctica política, como el protagonista de
La peste, Tarrou
–.
“A menudo leo que soy ateo”, dice Camus. “Oigo hablar de mi ateísmo, pero esas palabras no me dicen nada, no tienen sentido para mí”, escribe en 1954. Como el
Calígula de su obra, siente “la necesidad de lo imposible”, pues “las cosas, tal como son, no me parecen satisfactorias”. Aunque considera la existencia como absurda, se rebela frente a ello con nostalgia por una inocencia perdida y un sentido de justicia.
En sus cuadernos habla de tres periodos en su pensamiento, relacionados con distintos mitos griegos: el absurdo (Sísifo), la rebeldía (Prometeo) y la justicia (Némesis). Al principio piensa que la situación de desgracia en que vive el hombre
–causada por la injusticia
– ha de ser afrontada y resuelta por el hombre mismo. Hasta que como Prometeo, se ve impotente en su lucha para suprimir las injusticias de este mundo, puesto que no puede impedir que los males se extiendan.
Cuando Camus conoce al pastor Mumma, dice: “Durante mucho tiempo creí que el universo mismo era fuente de sentido, pero ahora he perdido toda confianza en su racionalidad. Mientras que siempre confié en el universo y en la humanidad en abstracto, la experiencia hizo que, en la práctica, empezara a perder fe en su sentido. Me he equivocado de una forma espantosa.
Soy un hombre desilusionado y exhausto. He perdido la fe, he perdido la esperanza. ¿Es algo extraordinario que yo a mi edad, esté buscando algo en lo que creer? Es imposible vivir una vida sin sentido.”
ATEO PRACTICANTE
En una conocida conferencia a los dominicos en 1947, Camus dice que no es que afirme que la verdad cristiana es ilusoria, es que ni siquiera “ha podido ingresar en ella”. El profesor de la Universidad católica Francisco de Vitoria, José Ángel Agejas
–que ha editado el libro del pastor Mumma
– cree que el filósofo nunca vivió la fe católica en que fue bautizado, porque en su casa no había práctica religiosa. Desde su juventud se considera un “ateo practicante”.
“La religión no ocupaba lugar en la familia”, dice en su obra póstuma, El primer hombre. La madre nunca hablaba de Dios
– “esa palabra, a decir verdad, jamás la había oído pronunciar durante su infancia, y a él mismo le traía sin cuidado”
–. Considera que “para ellos, como para la mayoría de los argelinos, la religión formaba parte de la vida social y sólo de ella”. Para él, “se era católico como se es francés, y ello obliga a un cierto número de ritos, a decir verdad, exactamente cuatro: el bautismo, la primera comunión, el matrimonio y los últimos sacramentos”. Y “entre esas ceremonias, forzosamente muy espaciadas, uno se ocupaba de otras cosas, y ante todo, de sobrevivir”.
La descripción de Camus es perfectamente comprensible para cualquier persona que se haya educado en un contexto católico tradicional en cualquier país latino. La abuela convence al párroco de que el escritor haga la primera comunión antes de estudiar bachillerato, pero como no tenía tiempo de ir a catequesis, recibe un mes de instrucción acelerada. Se enfrenta a “un misterio sin nombre en el que las personas divinamente nombradas y rigurosamente definidas por el catecismo no tenían nada que hacer ni que ver”.
El escritor identifica a la religión con la iglesia católica y a esta con las estructuras totalitarias del Estado.
“¿Cómo se puede vivir sin gracia y sin justicia?”, se pregunta Camus. La materia sola no puede más que sumir al hombre en el hastío y la insatisfacción.
El filósofo se acerca a la fe cristiana en los años cincuenta. Este apasionante y a veces doloroso proceso en la vida del genial escritor lo trataremos la semana que viene.
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