La obra del escritor galés –que estoy leyendo cada noche a mi hijo de 6 años, Edén, antes de ir la cama– es uno de esos extraños relatos que ironiza sobre el comportamiento humano con amor y sordidez. El cuento tradicional encontró un lenguaje, que servía tanto para dormir al niño, como para despertar al adulto. Su desconcertante lectura –ahora que nadie nos los lee– nos hace explorar partes del alma humana que a veces olvidamos, capturando algunos de los peores instintos de la infancia, que luego aprendemos a ir tapando con mucha hipocresía y diplomacia.
El zorro con traje y corbata del cuento de Roald Dahl –rescatado por Wes Anderson–, nos invita a salir de las madrigueras, en busca de la luz del día. Después de renunciar –aparentemente– al denostado vicio social de robar gallinas, le asalta el instinto natural de expresarse, discutir y devorar como lo que realmente es, un ser salvaje. Su conflicto moral arrastrará a la miseria a toda la comunidad animal.
LA INFANCIA NO RECUPERADA
Tras la supuesta inocencia de El superzorro, se esconde el humor negro y sentido crítico de un escritor que ha desvelado el lado oscuro del ser humano. Libros como
Charlie y la fábrica de chocolate (1964) o
Danny, el campeón del mundo (1975), contienen ya de forma embrionaria la perversidad que encontramos en
Mi tío Oswald y sus
Relatos de lo inesperado (1979) –llevados varios de ellos a la televisión por Hitchcock y uno de ellos al cine por Tarantino–.
Las películas de Wes Anderson (
Los Tenenbaums, Life Aquatic o
Viaje a Darjeeling) muestran el rencor y la desolación, que dejan pérdidas reales, apenas mencionadas. Su melancolía oculta la gracia –que sigue a la tormenta–, cuando sus protagonistas encuentran un lugar cálido y mullido, en busca del hogar que jamás han tenido.
Los conflictos entre padres e hijos caracterizan a una generación, que hermosamente Carlos Losilla ha calificado de huérfanos de la tormenta. Son directores como Tim Burton (
Alicia en el país de las maravillas) o Spike Jonze (
Donde viven los monstruos), que se repliegan a los espacios más íntimos de unas fantasías al margen de “las inclemencias de la imagen real” (Jaime Pena). Cuando el entorno se hace inhóspito, el territorio de la niñez se convierte en uno de los refugios más frecuentados.
Las figuras desestructuradas –que nos muestra Anderson y su co-guionista Noah Baumbach– son seres impávidos y perdidos en su propio laberinto mental, porque se enfrentan a la ausencia de un hogar perdido. Pocas películas han retratado la tragedia del divorcio con la dureza de
Una historia de Brooklyn de Baumbach. No hay duda que su extensión ha devastado a toda una generación.
Como el pequeño zorro de esta historia, muchos no se sienten amados, sino empequeñecidos por la alargada sombra de su progenitor, intentando incluso a competir con él, para demostrar su valía.
¿UN PEQUEÑO SALVAJE?
En el enigmático libro de Sendak,
Donde viven los monstruos (1963), el tránsito de la infancia a la vida adulta está concisamente expresado en la simbólica muda de una piel de lobo de escasos recursos, pero inabarcables implicaciones. Según el autor e ilustrador de esta clásica miniatura –llevada al cine por Spike Jonze–, el adulto no es el cachorro que se ha convertido en lobo, sino el animal que ha dejado de serlo, al verse obligado a aceptar la ley de la jungla (la infancia) y la civilización (la vida adulta). ¿Es entonces el niño un pequeño salvaje?
“Y Max, el rey de todos los monstruos, se sintió solo y quería estar donde alguien le quisiera más que a nadie”, escribe Sendak en una de las páginas más inspiradoras de su libro. Lo que estos animales tienen es hambre de afecto. En vez de una adorable esposa y cuatro zorros sin nombre, Anderson y Baumbach dan una psicología a los animales del cuento de Dahl, que hace que la zorra tenga ahora problemas de conciencia y su hijo complejo de inferioridad.
El zorrito Ash tiene un primo que es todo lo que él no es y su padre admira. Si él es pequeño y enclenque, su primo Kristofferson es grande y fuerte. Mientras que su padre admira la habilidad deportiva de su sobrino, la señora zorra, Felicity, intenta consolar a su hijo diciéndole: “Somos diferentes, todos lo somos… Y hay algo fantástico en eso, ¿verdad?” Ash le contesta sin embargo : “No, yo preferiría ser un atleta”.
NUESTRA IDENTIDAD
Una identidad basada en nuestras capacidades es siempre algo muy frágil. La identidad en la Biblia está basada en el hecho de que somos criaturas (Génesis 1-2). Sabemos quiénes somos en relación con Él. Nuestro valor está en que somos criaturas a imagen de Dios.
Cuando los animales se encuentran a su adversario, la rata, a punto de morir, parece abrirse un camino a la redención y la reconciliación. El señor zorro sin embargo dice: “¿Redención? Seguro, pero al final será sólo otra rata muerta”. Si no hay mayor propósito en la vida que sobrevivir con la mayor dignidad posible, para morir después como una rata, nuestra vida carece de sentido y significado (
Gn. 3).
Si hemos nacido para morir, ¿por qué no estamos satisfechos con la vida que tenemos? El cine de Anderson es algo melancólico porque nos habla del pasado, un mundo perdido y un estado de ánimo que no logramos recuperar. El destino parece condenar a sus personajes a un final trágico inexorable. Somos como el zorro, prisioneros de una forma de ser, que nos condena a tomar las decisiones equivocadas, aun sabiendo las consecuencias que acarrearán (
Romanos 7:15-20).
¿VIVIR O SOBREVIVIR?
“Somos animales salvajes”, reconoce la resignada esposa. Pero para ella, eso no es una excusa. Puesto que incluso en ese reconocimiento, hay un lamento por los errores pasados (“No debería haberme casado contigo”). Ella pensaba que él podría aceptar una vida acomodada –como todos los zorros, en su madriguera–, dedicado a sus artículos periodísticos, –en vez de a robar gallinas–. Un sueño, intentando desterrar la crueldad, al pretender maquillar una vida en que la muerte está siempre presente.
Si nuestra mayor preocupación en la vida es la supervivencia –como los zorros de esta historia–, eso determinará nuestro estilo de vida. Dahl justifica en el libro por qué se dedican a robar gallinas. En la película, no hace falta. Los animales viven como quieren. Se sienten libres sin otro código moral que la supervivencia. Si no robaran, se morirían de hambre. Y cuando la señora zorra le pregunta a su marido por qué le ha mentido, él simplemente le contesta: “Soy un animal”.
¿QUIÉN SOY YO?
El señor zorro se hace la pregunta que los animales –supuestamente racionales– siempre evitamos: “¿Quién soy yo?”. Se cuestiona: ¿Cómo puede ser feliz un zorro sin una gallina entre sus dientes?” La respuesta al interrogante de nuestra identidad determina nuestra autoimagen y nuestra forma de enfrentarnos a la vida y a la muerte.
El profeta Jeremías se pregunta si el etíope podrá cambiar de piel y el leopardo sus manchas (
3:23). Los hombres de esta historia son avariciosos, vengativos, destructivos y violentos. Cavarían y volarían toda la colina para cazar al zorro. No les importa más que ellos mismos y sus apetencias. No son mejores que los animales. Todo lo contrario.
¿ES POSIBLE CAMBIAR?
¿Cómo podemos entonces cambiar? Dios quiere darnos un propósito, un futuro eterno y una forma correcta de vivir. Para ello ha de cambiar nuestro corazón por medio de su Espíritu (Ezequiel 36:26-27). Podemos seguir viviendo como animales, sin restricciones, responsabilidades o absolutos. Pero entonces nuestra vida carecerá de significado, esperanza y propósito. ¿Quién quiere vivir así?
El Evangelio nos anuncia que lo que para nosotros es imposible, para Dios es posible. Nuestra identidad no depende de lo que podamos hacer y lograr. Por medio de Cristo Jesús, podemos ser más de lo que hemos sido y somos ahora. Lo que seremos un día transformados a su imagen, cuando el zorro viva a la sombra del Trono del Cordero en una nueva tierra, en la que Él reina.
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