La película narra el pulso entre la hermana Aloysius (Streep), directora de un colegio católico en el Bronx, y el padre Brendan (Hoffman), un sacerdote de ideas innovadoras, sospechoso de abusar sexualmente del único alumno negro del centro.
Un enfrentamiento basado en sospechas y prejuicios, a partir de las declaraciones de la inocente hermana James (Amy Adams), que nos lleva a conocer a la madre del chico (Viola Davis).
Estamos en otoño de 1964, a principios de una era que anuncia grandes cambios. Una época llena de incertidumbres – como dice el sermón con el que comienza el
film –, haciendo referencia al asesinato de Kennedy, pero sobre todo a la duda, que une a todos los seres humanos, “en un lazo tan poderoso y sustentador como la seguridad” misma. Más que un misterio a resolver,
La duda es una película sobre la búsqueda de la verdad en un mundo lleno de incertidumbres.
COMPLEJA, COMO LA VIDA MISMA
La duda es una historia llena de preguntas y personajes complejos, pero hecha con la sencillez y claridad del cine clásico, que nos transporta inmediatamente a un universo cerrado. Cuando uno cree que va a ver una historia sobre la religión – la plaga del abuso de menores en la iglesia católica norteamericana –, o la política – el discurso de perseguir el mal, aunque sea por medio de la mentira –, se sorprende de descubrir que estamos ante temas mayores. De hecho, la obra teatral se subtitula
Una parábola. Los personajes no son sin embargo estereotipos…
La
hermana Aloysius se nos presenta al principio como alguien que se aferra a antiguas certezas, firme creyente en la sabiduría que viene de la disciplina y la mano dura; pero la conclusión nos desvela una persona muy diferente. Si la dulce
hermana James parece algo ingenua y manipulada; al final no sabemos si esa sumisión viene del respeto o el miedo. El
padre Brendan gana nuestras simpatías desde el principio, como el típico cura abierto, cercano y honesto; pero el final nos revela un personaje muy distinto. Los personajes toman además características, los unos de los otros, creando un entramado realmente complejo.
El escenario de esta historia nos lleva más allá de los límites de su origen teatral, para prestar atención a todo tipo de detalles. Es una obra llena de simbolismos: el gato que caza ratones, las tormentas de lluvia que golpean a los personajes turbados, la ventana que siempre se abre, o las bombillas que se funden continuamente. Algunas veces las metáforas son muy evidentes, otras resultan más sutiles. Los colores pálidos nos trasladan también a una época, que el hábito victoriano de las monjas convierte en escenarios de un maestro holandés, aunque sabemos claramente que estamos en los años sesenta. Una poderosa historia, que nos llena de preguntas…
EL PROBLEMA DE LA DUDA
“¿Qué haces, cuando no estás seguro?”, se pregunta el sermón, al principio de la película. Y ¿qué hacemos, cuando tenemos dudas?, nos preguntamos nosotros: ¿Las mostramos abiertamente, y las analizamos?, ¿o las silenciamos, como si no existieran? La forma cómo reaccionamos ante la duda es una señal muy clara de nuestra actitud ante la vida. Los cristianos son a veces conocidos por no tener dudas, o su pretendida fácil capacidad para resolverlas. ¿Por qué? Si la duda es algo humano y universal...
Ante la fe, parece que la duda es algo de lo que hay que avergonzarse. Porque no parece honesto ser creyente y tener dudas. La verdad sin embargo, es que el pensamiento cristiano no ha sido tan afectado por dudas específicas, como por el concepto mismo de la duda que se tiene hoy. La duda se considera el instrumento para conocer la verdad. Es como si para recompensar sus servicios, se la hubiera distinguido como “crítica, sistemática o racional”.
Frente a una confianza basada en la autoridad y la tradición, se nos dice que la duda nos lleva más allá de la “simple creencia”. Puesto que somete la realidad a un riguroso examen, hasta no quedar más que algo “indudable, ciertamente fuera de “sombra de toda duda”.
El problema de la duda metódica es que nadie la lleva a sus últimas consecuencias. ¿Por qué si no el racionalista que cuestiona todo, no duda de la duda misma? Sencillamente porque nadie puede dudar de todo. Para vivir con sentido, tenemos que suponer o creer en algo. De hecho, para poder dudar de algo, tenemos que creer primero en algo. No hay nadie que no tenga fe en ese sentido. Ya que como nos advierte Pascal, “nunca ha existido un verdadero y perfecto escéptico”. Puesto que “pocos hablan dudosamente de su escepticismo”. De hecho, los escépticos nunca dudan de su escepticismo.
CREO, ¿POR ESO A VECES TAMBIÉN DUDO?
La dura crítica se basa de hecho en un mito: la idea de que el conocimiento humano puede ser objetivo. Cuando como decía Ortega, “mientras seamos sujetos, seremos subjetivos; habría que ser objeto, para poder ser objetivo”. Todo conocimiento necesita presunciones. Es imposible dudar de algo, sin que haya algo sobre lo que no dudemos: nuestras propias suposiciones. La duda no es por lo tanto la negación de la fe.
Como en la canción de Luis Alfredo, podemos decir incluso: “Creo, por eso a veces también dudo”. Puesto que la duda no es una amenaza para la fe.
La vergüenza no es que uno tenga dudas, sino que uno esté avergonzado de ellas. No hay que tratar la duda como algo terrible, sobre lo que no podemos hablar, que roe la mente como la sospecha de un cáncer, angustiando la conciencia con sentimientos de culpa...
Aunque tampoco se debe exaltar la duda como señal de inteligencia. Muchos hablan de sus dudas, no para resolverlas, sino para provocar las simpatías de otros. Son los que se definen a si mismos por sus problemas. Se desacreditan por sus dudas, pero al mismo tiempo se aferran a ellas como su posesión más valiosa. Ambos extremos de hecho no son tan contradictorios. Muestran una misma actitud hacia la duda.
“Me gustaría poder creerla”, dice la hermana James a la hermana Aloysius (para así poder dormir por la noche). El problema es que no es precisamente su fe, la que le permite descansar. Pero hay una verdad más allá de lo que podemos entender, que hace que como dice el sermón, “cuando uno está perdido, no esté solo”.
En nuestras dudas podemos confiar en esa verdad que nunca cambia. Porque Cristo es la verdad misma (Juan 14:6). Y su mano nos lleva por el camino de la propia vida. Unidos a Él, ¿qué importan las dudas? Podemos creer, aunque a veces también dudemos.
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