Conmovidos por el dolor ajeno

El recuerdo al que me quiero referir es un hecho que en su momento me parecía carente de sentido y que hoy he evocado con cierta añoranza.

Al rememorar el ayer reparo en cómo mi madre nos obligaba a mi hermano y a mí a bajar el volumen del televisor por respeto hacia unos vecinos a quienes les había fallecido un familiar.

En la mente de unos niños de no más de nueve años carecía de sentido esa muestra de respeto, pensábamos que era un rollo tener que estar con el oído pegado al mastodóntico aparato de televisor para mostrar consideración hacia el dolor ajeno.

Era, según ella, una falta de educación alborotar en exceso sabiendo que personas muy cercanas lo estaban pasando mal.

Esa remembranza ha llegado hasta mí para hacerme ver cómo en el ahora de hoy todo es demasiado distinto.

Las situaciones cambian, la forma de ver la vida se distancia muy mucho de cómo se vislumbraban en el pasado, todo evoluciona y en ese proceso evolutivo algunos valores se van deteriorando, empobreciendo.

Vivimos vidas cerradas, vidas muy personales.

Cuesta llegar a otros, mostrarte tal cual eres y aún más difícil, mostrar tu debilidad, tu flaqueza. La sociedad nos obliga, o quiere obligarnos a ponernos una coraza para así poder vivir sin que nada de fuera trastoque nuestra existencia. Pero, cuan bueno es percibir lo que te rodea, sentirte parte de una multitud necesitada, personas que aún sin ser conscientes de ello necesitan que tú estés en medio de ellas para encender una luz.

Llorar con los que lloran, abrazar a quien falto de cariño pide ser consolado, tener disposición para prestar ayuda, ser humildes, solidarios.

Conceptos que escritos parecen sencillos pero que se deterioran cuando se han de poner en práctica. Sentir empatía por el prójimo es hacerse prójimo, bajarse del pedestal de autosuficiencia que cada cual tiene y ponerse a la altura de quien necesita mirarte a los ojos y contarte su problema.

Quiero que el dolor ajeno no pase de largo, que me conmueva, que me haga sentir viva en un mundo donde la consideración está en desuso. Quiero pararme en el camino y tender mi mano como el buen samaritano que cada día nos enseña nuevas lecciones de amor.

Quiero que el amor de Dios fluya en mí y pueda llegar hasta otros ataviado de una forma sencilla, sin religiosidad, simplemente portando la bonanza suficiente para calmar la tempestad. No somos de este mundo, pero este mundo nos necesita.