Humildad = cercanía de Dios

Las palabras son aguijones que una vez han sido hincados en la carne producen un dolor duradero. Por ello, es necesario macerar los pensamientos y dejarlos brotar cuando realmente tengan un peso relevante.

Aprender a ser humildes no es labor que tomar con ligereza, es por el contrario un ejercicio costoso pero de múltiples beneficios.

La humildad no es sinónimo de sumisión, no tiene nada que ver con coartar la libertar y someterse a las órdenes de otros.

La humildad se viste de servicio, de reconocimiento de las debilidades propias, de un potencial de empatía con el prójimo.

Humildad es saberse humano y aún así sentir que se puede ser útil como herramienta divina. Es escuchar con el corazón y razonar con la cabeza.

Una actitud humilde contagia, desprende un aroma grato ante quienes se reconocen imperfectos, es una cualidad que todos debiéramos poseer.

Son muchos y muy variados los dones con los cuales el hombre es retribuido, entre ellos se encuentra la humildad, aún así, ésta perece en el anonimato por falta de seguidores. Son más apetecibles cualidades de otras índoles, concesiones de más calibre y notoriedad.

La humildad es silencio cuando la multitud apabullada emite juicios, es una mano extendida hacia quien ha visto pasar de largo al sacerdote, es un corazón esperanzado aún cuando el resto de la tripulación prevé un trágico final.

Hoy, ataviada con mis ropajes de problemas rutinarios me encuentro frente a frente con "ella". La humildad me mira con ternura ofreciéndome un calido roce.

Azorada bajo los ojos y pienso: ¡Dios mío, yo quiero ser así!