Yo me quedé en Besor

Sabía que era mi deber salir a batallar. Luchar por recuperar mujer e hijos. Abandonar el lugar de refugio y combatir duramente. Pero os lo digo con toda sinceridad. No pude.

Sé que muchos no entendieron mi decisión; desde aquel día hay quienes entre dientes murmuran cuando paso cerca de ellos. En todas las conversaciones que mantenemos siempre sale a relucir la palabra lealtad, una hermosa palabra que nunca he desestimado. Ellos siguen creyendo que no fui leal.

Admito que durante un tiempo me atormentaba lo que pudieran pensar mis compañeros, aquellos que sí salieron al campo de batalla y lucharon con coraje. Y me dolía, aún más, pensar en esos otros que jamás regresaron, los que dejaron mujeres viudas e hijos huérfanos. Valientes hombres que no temieron tomar sus armas y luchar.

Sorprendentemente, el mismo Dios que les dio la victoria me enseñó a tener paz. A saber que no sólo se combate en el campo de batalla, que hay muchas formas de vencer al enemigo.

Que a veces, los más cansados hemos de permanecer en el campamento para guardar el bagaje, pues con el silencio de nuestras armas oímos mucho mejor las palabras que se extienden desde el cielo y que en forma de lluvia nos riegan el corazón.

Hay tácticas para vencer que los luchadores natos no pueden concebir. Formas menos aparatosas, pero que a los ojos de Dios son válidas.

Hoy sinceramente no me arrepiento de haberme quedado en Besor, quizá porque sé que es lugar donde muy a menudo he de estar para ser receptor de aquello que nunca recibiré en el campo de batalla. Besor sigue siendo ese lugar sosegado, calmoso, idóneo para descansar y sentir que Él, nos eligió a nosotros los débiles para avergonzar a los fuertes (1 Samuel 30)