Cuando se escapa la vida

Pero, lo más duro, es ver a quien se ama partir hacia un espacio desconocido, aún sabiendo cuan provechoso nos será vivir allí eternamente, nos aturde y acongoja esa precipitada e ineludible partida.

El pasado viernes, nos conmovía el cruel asesinato del ex-concejal socialista Isaías Carrasco. Quienes amamos la vida, la libertad, sentimos el zarandeo de ese crimen brutal. No concebimos como se puede operar de tan vil manera, segar la existencia de alguien ocultándose tras unos ideales políticos rancios, carentes de cordura. Ideas sin sentido a las que, cuales adeptos, algunos insensatos atienden, sin tener en cuenta el servilismo al que están doblegados. Seres despreciables que deciden arrancar lo que no les pertenece.

Un viernes sangriento que antes de concluir nos mostró la cruel noticia de el hallazgo sin vida del cuerpo de Mari luz, una niña a la que todos reconocemos por la calle, una pequeña plagada de sueños, de ilusiones, que se ha hecho famosa sin ella pretenderlo, sólo porque algún alma impasible decidió un fatídico día poner fin al curso de ese precoz espíritu truncando el sendero por el que comenzaba a caminar.

Ni Mari luz, ni Isaías, ni tantas otras víctimas del desafuero y la locura, pensaron jamás en un final tan trágico. Sin embargo, la maldad no se toma días de descanso, no nos da tregua, todo lo contrario, la maldad sigue creciendo, determinada a que muchos la acepten como forma de actuación, como credo en sus falsas e inútiles vidas.

Pienso en el dolor angustioso que han de sentir estás dos familias a las que la crueldad les ha arrebatado parte de su existencia. Con ferocidad y sin miramientos han sido llevados a lo más profundo del dolor, y una vez allí, han sentido un intenso penar, un insondable sentimiento que no se puede expresar.

Ante tanta incomprensión, tan sólo nos queda la esperanza de que Dios juzgue con suprema autoridad a quienes no creen en el derecho a vivir. Aquellos desafortunados que a pesar de la maldad que los ciñe, de seguro no podrán dormir tranquilos, pues es bien cierto, que no hay más preso que uno mismo de su propia conciencia.