Winnie aparece en escena enterrada hasta la cintura, en medio del desierto. Sólo tiene por compañía a su marido (Juan Calot), que se protege del sol y de la luz en una cueva situada detrás. Pero la arena se ha convertido en gravilla, en el montaje de Ochandiano, engullendo su cuerpo. Tan difíciles circunstancias, no parecen sin embargo impedir que disfrute de aquellas cosas, que encuentra “maravillosas” a su alrededor. Winnie empieza cada mañana diciendo: “¡Otro día divino!” Pero
¿no es esto más que un engaño, para sobrevivir? O ¿son los pequeños gestos y las convenciones sociales, los que pueden cambiar una situación adversa, en algo por lo que se pueda vivir?
Cuando el genial escritor irlandés, que fue
Premio Nobel de Literatura en 1969, escribió esta obra a principios de los sesenta, hacía ya bastante tiempo que había publicado sus piezas más conocidas. Es un Beckett maduro, entonces, el que estrena en Nueva York este increíble monólogo, con el habitual revuelo que caracterizaba las presentaciones de uno de los mas importantes creadores del llamado
teatro del absurdo, con Eugène Ionesco. Aunque nació en Dublín, Beckett escribía en francés con palabras y objetos, como los que su personaje va sacando de su bolso, mientras se repite a sí misma que “éste va a ser un día muy feliz”…
HASTA EL CUELLO
Hundida hasta la cintura, primero; luego hasta el cuello, en el segundo acto; rememora recuerdos y cumple meticulosamente los ritos cotidianos que todavía le es posible mantener. A su permanente soliloquio, sólo asiste su anciano marido, que algo sordo y decrépito, contempla impasible el absurdo de su existencia. Se arrastra entre el sueño y el mismo periódico amarillento, que relee una y otra vez, hasta caer dormido nuevamente, mientras Winnie llama insistentemente su atención. Le habla sin esperar respuesta. Porque nada más que el silencio acompaña su inútil parloteo, entre expresiones optimistas…
Las palabras de Winnie no pueden hacer nada para detener la arena muda, que la devora cada día. El fantasma de la muerte sobrevuela la escena, para desfigurarse una y otra vez en esa larga espera, que suele acompañar a los personajes de Beckett. Así ella acaricia su revolver, sacándole brillo con esmero, mientras le dedica palabras entrañables y juega con él de mano en mano…
Cualquier atisbo de novedad inspira para Winnie la hermosura de sus días, ante la sorpresa de transeúntes y espectadores, que no parecen tampoco percibir la prisión de tierra, en la que ellos también se encuentran.
El absurdo de su situación, se asimila así a la vana esperanza de cambio, que el futuro les presenta...
Winnie somos todos. Amelia Ochandiano escribe que “cuando observamos a Winnie aferrarse a las cosas pequeñas, a sus recuerdos y su verborrea para no derrumbarse, nos observamos a nosotros mismos”. Según esta directora e interprete, ella “hace al fin y al cabo, lo que todos, engañarse para sobrevivir”. …
¿UN DIOS AUSENTE?
Al comenzar la función, Winnie saluda al alba con un rezo. Porque Dios también parece asistir a la escena desde los cielos, al otro extremo del sol, callado e impasible, receptor de sus oraciones diarias. Pero para Beckett, ésta es una vez más la mirada ausente de un Dios presente, pero sin lugar a dudas callado…
“Acabar aquí sería maravilloso. Pero ¿es de desear? Sí, es el desear, acabar es de desear, acabar sería maravilloso, quien quiera que yo soy, donde estoy”… Es el angustioso deseo, que conmueve el espíritu del autor, en espera ya de su fin...
La vigencia del teatro de Beckett está sin duda en ese “humano-eterno”, que representa la expresión más profunda del hombre, como un ser alienado, en un grito desesperanzado de muerte. El vacío terrible que transmite la escena, no hace menos que revolver al espectador en su asiento, ante un espectáculo que no es nada más que ese inmenso teatro que supone la vida… Cada cual se debate en su papel, escondido detrás de su máscara, con un gesto que no puede ocultar su lloro interno... Ese ser alienado, tanto de Dios como de sí mismo y sus semejantes, es el que se lamenta diciendo:
“Parece que aquí nada se mueva, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que tampoco me muevo cuando estoy aquí, sino que miro y me hago ver. Sí, es un mundo acabado, pese a las apariencias: su fin le dio origen; empezó al acabar, ¿me expresó con bastante claridad?” (Molloy).En medio de este absurdo, aún hay una voz que dice: “He aquí, Yo estoy a la Puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la Puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo…”
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