Convicción y acción

Vivimos rodeados de “excelentes oradores”, cada cual ocupando su prestigioso lugar. Personas de diferentes ámbitos que vierten en nuestros oídos sus palabras de estímulo, promesas de calidad de vida, bien tejidas frases que ejercen en la sociedad un sorprendente poder de seducción.

Ellos, viven inmersos en sus convicciones, se aferran a ellas profesando una perpetua fidelidad. Pero, lo que dicen y lo que hacen no van siempre de la mano. Realizan juramentos que no cumplen, hablan de calidad de vida, de mejoras en el empleo, de subidas salariales, hablan del abaratamiento de la vivienda, de un mejor control de las ayudas, hablan y bla, bla, bla…

Sin embargo, pocas promesas van seguidas de acciones que la avalen, se quedan sólo en eso, en palabras que suenan bien pero que no tienen más relevancia que la de su grata sonoridad.

Dentro de las iglesias nos estamos acostumbrando a esas formas. Los cristianos tenemos bien aprendido el mensaje de salvación, somos capaces de recitarlo como un aprendido credo y dramatizarlo para conquistar almas. Olvidamos que nada vale si no argumentamos lo que decimos, si no nos arremangamos y vivimos un evangelio de afinidad con el prójimo.

Caemos en el error de utilizar un lenguaje que asusta, que aleja. Un dialecto sobrio y carente de sencillez que provoca en el espíritu sediento la sensación de estar dialogando en un idioma diferente.

Cuando Jesús se acerca a la mujer samaritana no le habla de la misma manera que a los líderes religiosos, sabe ponerse en la piel ajena y transmitir con llaneza una verdad inefable. Se allega al pobre mostrando con sus acciones lo que predica con sus labios.

En eso estamos errando. Somos más receptores pero menos comunicativos. Vamos cada domingo a la iglesia y recibimos la palabra, tomamos nota de ella y la meditamos de vuelta a casa, no obstante, nos equivocamos a la hora de transmitirla, hablando de nuestro Dios de amor con gestos amenazantes, con severidad y amedrentando con la idea del fuego eterno, olvidando quienes somos y de que forma fuimos rescatados.

Se puede proclamar a Dios con los ojos, con las manos, con los oídos. Cuando somos capaces de acariciar el corazón dañado y cuadrarnos ante el problema del necesitado, estamos predicando el evangelio. Cuando entornamos la mirada y vemos con indulgencia los errores de otros, estamos anunciando al autor de la vida. En el momento que sometemos nuestros deseos para hacer realidad los de otros, estamos haciendo que el amor resplandezca y actúe.

Las palabras son el complemento idóneo de la acciones, se funden y hacen que aquello que transmitimos con frases sea acreditado con hechos. Como dijo el poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson: “Que tus acciones hablen más fuerte que tus palabras".