Gratitud

La vida, como regalo divino, es una de las razones por las que a diario debiéramos dar gracias a Dios. No obstante, ataviados por una cómoda forma de vivir acabamos repitiendo las mismas palabras, utilizándolas como complementos a emitir en trilladas oraciones en las que prorrumpimos vocablos de “agradecimiento” sin otorgar el valor apropiado a aquello que estamos expresando.

La gratitud como muchas otras virtudes se atrofia por el desuso. Hay quienes la mantienen tan en secreto que es casi imposible sonsacarles una frase de agradecimiento hacia cualquier favor que desinteresadamente se les ofrece.

De los diez leprosos sanados sólo uno se volvió al maestro y reconoció el milagro que se había producido, los nueve restantes fueron incapaces de mostrar un gesto amable hacia el autor de su sanidad.

El incesante amor de Dios hacia nosotros puede hacernos caer en el error de creernos merecedores de él. Abrigar la equívoca idea de que lo recibido es la recompensa por lo valiosos que somos.

Valemos porque Dios nos valora y nos hace brillar, pero no podemos perder de vista que sin su amor no seríamos nada.

Agradecer es saber reconocer la generosidad de quien nos ofrece un favor, saber que lo recibido debe tener como respuesta una muestra de sincera gratitud.

Cuando somos capaces de dar gracias nos volvemos más prestos a ofrecer ayuda, más sensibles a los regalos que cada día recibimos. Somos capaces de ver aún más allá de nuestro cercano vallado y reconocer, que no es por lo que somos, sino por lo que Dios hizo en nosotros.

La muestra más hermosa de amor es la que Jesucristo llevó a cabo en la cruz del calvario. La muestra más hermosa de gratitud es aceptarlo como salvador de nuestras vidas y dejar que sea Él quien se lleve la merecida gloria.