He de confesar que el
TBO no era precisamente, mi publicación favorita. Mi padre me la solía comprar por su económico precio, junto a otras revistas de los años sesenta, como los semanarios valencianos
Jaimito y
Pumby, que intentaban también competir ante la innumerable serie de cabeceras de la editorial catalana Bruguera, siendo algo más baratas. Aunque mis preferidos, siempre fueron los personajes norteamericanos más conocidos, que publicaba la editorial mexicana Novaro. Mi madre me los traía del quiosco cada mañana, el tiempo que estuve en la cama con sarampión, mientras mi padre intentaba sobrevivir en Nueva York recorriendo iglesias hispanas, en la época más violenta de los barrios del Bronx y del Harlem – siempre evocada con emoción por aquellas series de policías de los años setenta –.
Aunque yo vivía en Carabanchel, no puedo decir que era un chico de barrio. Mis padres no me dejaban salir a jugar en la calle. Y como en casa al principio no había televisión, y soy uno de los pocos españoles a los que no les gusta el fútbol, me dedicaba –como buen hijo de librero– a devorar toda página impresa. La verdad es que he leído siempre de todo. La sección infantil de la Biblioteca Central de Madrid, la fui consumiendo entera, poco a poco. Aunque las experiencias más cercanas a la felicidad que recuerdo, siempre empezaban con las páginas de un tebeo. Todavía hoy desprenden ese olor inconfundible de bocadillos de
nocilla y largas tardes de verano, cuando todo estaba por descubrir…
CRÓNICAS DE ESPAÑA
Manolo Vázquez Montalbán decía en su Crónica sentimental de España que “el Pulgarcito se había convertido en la crónica más veraz de la vida española”. Era cuando uno leía Carpanta, El repórter Tribulete, Doña Urraca, Zipi y Zape, o Las Hermanas Gilda, que uno se hacía una idea de lo que verdaderamente pasaba en nuestro país. Ya que “eran crónicas elípticas, pero reales”, como dice Montalbán. Los tebeos del franquismo eran los únicos sitios donde se podía leer del hambre, el estraperlo, el timo, el pluriempleo, las oficinas siniestras, las colas, los embotellamientos del metro, la violencia doméstica y las restricciones de energía. Una espesa capa gris se extendía por un país en blanco y negro, donde imperaba la mediocridad y la necesidad de supervivencia.
Aunque a casi nadie entonces le sobraba el dinero, la radio, el cine de barrio y los tebeos, eran el principal entretenimiento que teníamos, hasta llegar la televisión. Se trasladaron de hecho al lenguaje cotidiano muchas expresiones que venían de los tebeos, como decir que alguien “pasa más hambre que Carpanta”, o cuenta “más batallitas que el abuelo Cebolleta”. Se decía que una mujer era “más fea” o “más mala que Doña Urraca”. Había niños “más traviesos que Zipi y Zape”, o “tan listos como Pitagorín”. Otros estaban “tan locos como Carioco”, se parecían a Facundo o eran como Don Tacañete. Había solteronas como las Hermanas Gilda, periodistas como el repórter Tribulete, y edificios que parecían el 13 de la rúe del Percebe…
MÁS ALLÁ DE LA CENSURA
El peculiar lenguaje de los tebeos se caracteriza por las más extrañas maldiciones, en aquella época de censura. La Iglesia cuidaba entonces de las costumbres y moralidad de todos los medios informativos. Sus vigilantes estaban por eso tan ocupados, que apenas prestaban atención a esta impresionante crónica de la vida cotidiana. Es en los tebeos donde encontramos los sentimientos, costumbres y modas de la España franquista. Mientras el
Cola-Cao y los bocadillos de mortadela, llenaban los estómagos de nuestra generación, nos indignábamos de los injustos castigos de Zipi y Zape, y contemplábamos con extrañeza los anhelos de Doña Benita porque Don Pío ascendiera en su mediocre empleo de oficinista.
A finales de los años cincuenta se agudizan las normas de censura de la prensa infantil. Algunos personajes como Doña Urraca, tienen que suavizar su actitud corrosiva, o simplemente desaparecer, como la suegra Doña Tula de Escobar. Se sustituyen palabras como guardia por gendarme, peseta por piastra, y las historias suceden en un lugar o país indeterminado. Ahora uno entiende porque aquellas ciudades no tenían nombre. Desde 1964 hasta 1976 hubo una legislación que obligaba a llevar las revistas a la Dirección General de Prensa para controlar su contenido. Te entregaban entonces un albarán con un “aprobado”, y si había algo que retocar, te lo indicaban.
UNA MORAL PECULIAR
Los personajes de los tebeos presentan sin embargo un elemento corrosivo, lejos del moralismo de una educación de valores. Muchos son picaros que
representan el modelo del antihéroe de nuestra literatura del siglo XVII. Ante necesidades tan básicas como la de comer, alguien como Carpanta no duda en tener que robar constantemente. Otros como Don Pío, parecen más prudentes y bonachones, pero sus esposas como Doña Benita, pueden ser tremendamente ambiciosas, mandonas y violentas.
El oficinista se ve como la quintaesencia del español medio, un hombre gris que no aspira más que a un trabajo fijo y estable en una empresa. Las difíciles relaciones con sus jefes, llenan muchas de estas historias. Viven dominados por mujeres pendientes de las apariencias, que ansiosas de ascender socialmente, presumen de vestidos caros y abrigos de visón. Aunque abundan también los solteros frustrados por no haber podido llegar a casarse, como el inefable Rigoberto Picaporte o las deliciosas Hermanas Gilda.
NUESTRAS MEJORES INTENCIONES
El prototipo de bondad de los tebeos de Bruguera es sin lugar a dudas el Gordito Relleno. El más afable de todos, apacible, amable y siempre dispuesto a ayudar. Sus historias consisten sin embargo en cómo las mejores acciones producen los mayores desastres. Un poco como Buñuezl, representa el lado oscuro de la caridad humana. Lo mismo ocurre incluso con Zipi y Zape. Su noble actitud contrasta siempre con la forma cómo se complican todas las cosas, produciendo el caos, que hace que reciban los más crueles y desproporcionados castigos.
La ficción nos muestras así personajes como nosotros, que con las mejores intenciones, hacen de su vida una ruina. Como decía Renoir, todos tenemos nuestras razones. La cuestión es que por buenas que sean nuestras motivaciones, causamos las mayores desgracias a todos los que nos rodean. La Biblia en ese sentido nos da un cuadro realista del hombre. No lo presenta como ese ser maravilloso que todos pensamos ser, sino como una criatura llena de contradicciones.
¿EL PASADO FUE MEJOR?
Nos gusta pensar en los años de nuestra infancia como de una bendita inocencia. Aunque las mayores crueldades que hemos visto en la vida, han sido a veces en el patio de nuestro colegio. Como el Predicador de
Eclesiastés podemos decir que
“en esta vida he visto un mal que a todos nos afecta” (
6:1). Como los personajes de los tebeos,
“trabajamos para calmar el hambre, pero nuestro estómago nunca queda satisfecho” (
v. 7). De hecho parece que
“a fin de cuentas, el sabio no es mejor que el tonto” (
v. 8).
La lucha de estos personajes contra su destino, nos recuerda la conclusión del Predicador:
“Nosotros existimos porque Dios quiso que existiéramos, y hasta nos puso el nombre que tenemos, pero no podemos luchar contra Él, porque es más fuerte que nosotros” (Ec 6:10). De hecho,
“nada ganamos con hablar”, puesto que
“mientras más hablamos, más tonterías decimos” (
v. 11). Puesto que
“en realidad no sabemos qué es lo mejor para nosotros” (
v. 12).
Ya entonces había “quienes se quejan de que todo tiempo pasado fue mejor, pero esas quejas no demuestran mucha sabiduría” (Ec. 7:10). Ya que en esta vida, aparentemente sin sentido, “hay gente buena que por su bondad acaba en la ruina, y hay gente malvada, que a pesar de su maldad vive muchos años” (v. 15). Ahora bien, “lo que si he llegado a entender”, dice el Predicador, “es que Dios nos hizo perfectos, pero nosotros lo enredamos todo” (v. 29). ¡La Buena Noticia es que Él ha mandado a su Hijo para que lo desenrede! Y su salvación es más que la infancia recuperada.
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