Cuando tú naciste

Al pasar los años, comenzaste a ser la hermana pequeña que nunca tuve, esa deseada compañera de juegos que transformó mis párvulos días en jornadas realmente inolvidables.

Ahora me vuelves a asombrar al igual que lo hiciste aquella fría mañana de diciembre. Te presentas portando entre las manos a tu primogénito, un dulce niño que me hace corroborar que Dios, es un Dios sorprendente.

Miro su carita feliz, apacible, llena de vida, con ojos sonrientes que esperan ansiosos conocer ese gran mundo exterior.

Nunca podré expresar con palabras todo esto que he sentido, la experiencia hermosa de verte coronada como madre.

Sé que ha comenzado una aventura insólita, llena de complicadas cuestiones. Puede que todo lo que se despliega ante ti te parezca realmente complicado, pero deseo que abrigues en tu interior la promesa de Dios que nos transmite con delicado amor que Él nunca nos abandonará.

Un precioso bebe me mira desde su cuna, preguntándose quién es esa mujer de ojos vidriosos que lo observa con ternura. Al mirarlo siento cuan grande es el poder de su creador, admirable obra el milagro de la vida que depositada en el interior de su madre formó con hilos de amor una criatura plagada de calidez, portadora de una fresca esencia inocente que nos enseña a quienes dejamos atrás la infancia, que hemos de hacernos como niños, pues ellos siempre tendrán un lugar en el reino de los cielo.

Me deshago en silenciosos elogios, susurrando frases que sólo Dios puede oír. En todas ellas repito el mismo ruego, que os cuide a los dos en esta nueva travesía, que os fortalezca haciéndoos estar cada día más unidos.

Hoy, ya no me pareces tan niña. Hoy, te exhibes ante mí como mujer amiga y haces que los recuerdos parezcan aún más lejanos.

Felicidades África. Siempre serás para mi tan grande, como el continente que llevas por nombre.