¡Arroja tu manto!

Envidiaré el tapiz en el que posados tus desnudos pies dejarán entreabierta mi pobre condición humana, anhelando con todas mis fuerzas disfrazarme de aire, onda sonora que llegue hasta ti ataviada de humildad.

Desde aquí, senda polvorienta, pobre elemento, repetiré una plegaria. Construiré versos para recitarlos a tu paso, mirando expectante a que aparezcas por la linde del camino, y que al observarme puedas sentir compasión de esta rendida tierra que desea ser pisada por tus pies divinos.

Un improvisado cortejo espera la llegada. Tienden mantos en el suelo, cortan ramas de los árboles, Jesús aparece en Jerusalén y es aclamado con voces de júbilo. La multitud sale a recibirlo entre cantos y vítores.

Él, montado en un pollino permite ese alegre recibimiento, sabe lo que le aguarda en esa semana, aún así, se deja abrazar por las alabanzas de un pueblo que pronto lo abandonará ante un frío Gólgota.

Los reyes victoriosos hacían su entrada en las ciudades conquistadas montados a caballo. El rey de reyes opta por una modesta cabalgadura enseñándonos una lección de humildad.

La llaneza del Maestro vuelve a golpearme y me muestra la belleza de su porte sencillo, la naturalidad con la que se allega a un pueblo conmovido ante su presencia.

Hoy, como cada día, deseo que Jesús entre triunfalmente en mi vida, que deshaga la desidia contagiándome de su dinamismo, su diligencia.

Hoy, vuelvo a tender mi corazón cual manto ante sus pies, deseosa de que el Maestro pose sus ojos sobre mí, y me regale una nueva lección de amor.